I. El problema.
Forma parte de las certezas institucionales de los último años que una de las políticas públicas que nuestro país ha encarado con mayor intensidad es, sin duda, la política tributaria.
En el marco del desarrollo de esta política tributaria no hay dudas que se ha pretendido depositar en el derecho penal, buena parte de las pretensiones de la energía estatal en este sentido.
Existe, no sólo en este ámbito particular, una tendencia que multiplica su protagonismo día a día, en el sentido de acudir al derecho penal para fortificar la presencia comunitaria de ciertas políticas públicas. En los últimos años existen pocos ámbitos, desde el poder estatal, en los cuales se resista a la tentación de acudir con entusiasmo y posturas enérgicas al poder punitivo. Por otro lado los medios de comunicación también se muestran claramente seducidos por estas invocaciones al poder penal.
Ahora bien, otra cosa un poco distinta significa el desafío de montar una política criminal eficiente. No siempre el éxito para ganar espacios publicitarios de ese sector punitivo de las políticas públicas implica de modo directo que hayamos logrado realmente el montaje de una política criminal, en el sector que sea, también el tributario, que ostente datos de eficiencia.
En verdad, para ser totalmente honestos, la única actitud sincera que debe acompañar a la convocatoria del derecho penal como apoyo de cualquier política pública, es el escepticismo.
En primer lugar, porque se trata de un desafío con pocas chances de éxito debido a las condiciones estructurales sobre las que se desarrolla el derecho penal casi desde su mismo nacimiento. Cualquier paneo estadístico sobre el funcionamiento operativo del derecho penal en el último siglo sin duda que debería generar preocupación. Un sistema extremadamente violento, que conoce muy pocos casos en relación a la criminalidad real, que del universo de aquellos casos que conoce resuelve todavía muchos menos, que se expresa de modo continuo con reacciones jurisdiccionales contradictorias, tardías, difícilmente sostenibles en términos constitucionales, etc., etc.
Frente a este escenario, harto conocido por todos los que desarrollan sus preocupaciones intelectuales o su vocación práctica en sectores cercanos al derecho penal, hay en verdad, y sin embargo, dos vías posibles y por ello dos actitudes: el posicionamiento en un lugar directamente abolicionista, que descree de la utilidad del sistema penal en su conjunto, para cualquier tipo de caso y una posición que busca, en cambio, otorgarle racionalidad a la reacción punitiva, que no parte de la directa desaparición del control penal como propuesta por lo menos inmediata, sino que pretende, como programa de mínima legitimidad, de condición básica de sustento ético, el logro de un sistema de control penal mínimamente eficiente y adecuado a los parámetros que ofrece nuestro texto constitucional y el sistema de protección regional de los derechos humanos. Se trata, claro de dos caminos posible, uno externo al sistema y otro interno, pero que subraya la presencia de ciertos límites vistos como consustanciales a un derecho penal que pretende convivir con el Estado de Derecho. No puedo ocuparme aquí de justificar la razón por la cual prefiero, siempre he preferido, este último camino, esta última actitud. Quizá sólo pueda decir que desde esta visión es posible esperar consecuencias para el día de hoy y no meras especulaciones para un futuro mediato.
2. Los caminos para el desarrollo de una política criminal eficiente: los puentes operativos entre el derecho penal y el derecho procesal penal.
Normalmente, y a efectos de evaluar con claridad el desarrollo posible de una determinada política criminal, en el sector que se trate, es útil comprender que toda política criminal depende en su legitimidad del cumplimiento de un conjunto de límites constitucionales que no pueden ser avasallados de ningún modo por las entendibles necesidades de eficiencia de las políticas de persecución criminal, pero también que cualquier política criminal se manifiesta a través el subsistema de normas sustantivas, del derecho penal de fondo, y a través de las normas del subsistema procesal, que determina el sistema de enjuiciamiento, la propia escenografía del poder de persecución penal.
Es por ello que, en esta ocasión, creo prudente repasar algunas de las recetas posibles en el ámbito del sistema procesal y del sistema de investigación de delitos que es realmente factible configurar para el desarrollo de una política criminal eficiente en el ámbito tributario. Un camino que, como se verá considero no sólo pertinente, sino que no se ha desarrollado todo lo que debiera.
En este sentido, si se evalúa en su conjunto la política criminal tributaria, más allá de a quién le haya correspondido el rol operativo, debemos destacar como positivo, prescindiendo de ciertos detalles, los siguientes extremos:
-Una creciente preocupación por la especialización que se ha manifestado por el desarrollo de unidades especiales del Ministerio Público Fiscal y por la creación del fuero penal tributario.
-Un aumento absolutamente digno de elogio de los niveles de creatividad en el desarrollo investigativo de hechos de impacto penal-tributario por parte de la administración federal de ingresos públicos que se ha manifestado, incluso, en notables cambios de paradigmas investigativos que han puesto al descubierto organizaciones que antes se beneficiaban de modelos investigativos del Estado que ostentaban desconexiones, falta de aprovechamiento de la información, visiones unilaterales de los hechos sometidos a estudio, etc., etc.
-Una saludable tendencia a generar espacios de reflexión y de relevamiento de problemas normativos y operativos, en el marco de los cuales se convocan a todos los que, desde el Estado, dirigen su esfuerzo a orientar el poder de persecución penal a la investigación de estos hechos, rompiendo e ese modo esa tendencia corporativa a los compartimentos estancos.
-Una preocupación constante por la actualización teórica y práctica que se advierte en la mayor parte de los funcionarios.
-Y, por último, el desarrollo sistémico, junto con el impulso de la política criminal, de programas de educación comunitaria, sensibilización social y prevención.
4. El camino de las sombras: el debilitamiento de los límites para la imputación en el ámbito de la criminalidad tributaria.
Ahora bien, junto con el desarrollo de estos caminos que debemos considerar como dignos de aplauso, es posible encontrar otros que debieran generar otro tipos de miradas, aquellas que se destinan a los caminos que nos llevan a lugares no deseados, como mínimo, lugares en los que los límites del derecho penal que hasta ahora se han nutrido de garantías constitucionales no son visibles si es que existen.
A esto se ha referido hace varios años, Silva Sánchez, cuando ha titulado a este fenómeno: “una expansión del derecho penal”. Según el profesor de Barcelona: “no es nada difícil constatar la existencia de una tendencia claramente dominante en la legislación de todos los países hacia la introducción de nuevos tipos penales así como a una agravación de los ya existentes, que cave enclavar en el marco general de la restricción, o la “reinterpretación” e las garantías clásicas del Derecho penal sustantivo y del Derecho procesal penal. Creación de nuevos “bienes jurídico-penales”, ampliación de los espacios de riesgos jurídico-penalmente relevantes, flexibilización de las reglas de imputación y relativización de los principios político-criminales de garantía no serían sino aspectos de esta tendencia general, a la que cabe referirse con el término “expansión”.2
En nuestro país, según puedo ver, la situación es un poco peor: ya no se trata sólo de espasmos legislativos, sino también de algunas decisiones jurisdiccionales que no sólo no se han ocupado de poner límites, sino que, al contrario, ha querido fomentar alguna expansión, ya extra legislativa, del poder peal. En el desarrollo normativo y también práctico del sistema del derecho penal tributario es posible notar algunos extremos preocupantes que, para quien se ha formado felizmente en un derecho penal preocupado por los límites, no pueden pasar desapercibidos.
Quizá, en el fondo, se trate de buenas intenciones, de un intento de solidarizarse desde la distribución del castigo penal con una política pública que se considera, correctamente, como indispensable en el marco de tejido comunitario. Pero, aún así, si esa fuera la fuerza moral que guía a estas decisiones, no alcanzaría para justificarlas. No es seguro que el derecho penal de límites difusos sea un instrumento que derroche virtuosismo, como para transformarse en un socio admisible, sin más ni más, de cualquier política pública.
No es posible en el tiempo del que dispongo producir un relevamiento de los vértices que ejemplifican esta preocupación a la que hago referencia con pretensión de taxatividad. Sólo pretendo entonces, referirme a algunas cuestiones que, espero, sirvan para ilustrar a aquello a lo cual me refiero.
En este sentido debemos subrayar en primer lugar cierta relativización del mandato de lex stricta propio de principio de legalidad que surge de la tendencia a ver estructuras omisivas presentes de un modo claramente tácito (en el mejor de los casos) en cada norma de prohibición. Estos caminos expansivos claramente expresados en algunas tendencias hermenéuticas desarrolladas alrededor de los artículos 1 y 2 de la ley penal tributaria, no se llevan bien con las decisiones adoptadas por el legislador de nuestro país cada vez que ha optado por la introducción, junto con la norma prohibitiva, de una forma ilícita omisiva. Ello se ha manifestado bajo modelos de menor intensidad punitiva (claramente explicable por el minus de dominio que manifiesta el omitente en relación con la suerte del bien jurídico frente al sujeto activo del delito comisito y el consiguiente minus de conocimiento –que sustentó la alusión de Armin Kaufmann a un cuasi dolo de omisión- y, por supuesto, también de regulación expresa (en las cuales se ha definido con precisión la situación generadora del deber de actuar y la posición de garantía)
Semejante cuadro previo al nacimiento del derecho penal tributario stricto sensu, no ha dejado las cosas para que tan alegremente en este escenario político-criminal se defienda la existencia de formas omisivas no escritas expresamente.
En derecho penal liberal se había acostumbrado a las consecuencias racionalizadoras y limitadoras del principio de exclusiva protección de bienes jurídicos. Este principio no sólo poseía la entidad suficiente como para generar una limitación externa al nacimiento indiscriminado de disposiciones penales, sino que también tenía una saludable tendencia a generar mecanismos de racionalización interna y de dosimetría punitiva. Se ha tratado de la idea tan clara y útil de que cuando más cerca se encuentra el autor de los ámbitos propios de lesión del bien jurídico más grave es la infracción y, por consiguiente, más pena merece.
De allí proviene un conjunto de ecuaciones cuya racionalidad es difícilmente discutible: el delito consumado vale más que la tentativa, el delito de resultado vale más que el delito de peligro, el delito de peligro concreto vale más que el delito de peligro abstracto, la punición de antiguos actos preparatorios debe merecer menos pena que el clásico delito frente al cual se adelanta la intervención punitiva, et, etc. El costo que paga la ciudadanía en moneda de espacios de libertad perdidos a favor de los adelantamientos punitivos y las tendencia de criminalización en el estadio previo a la lesión de un bien jurídico, es el equivalente al que debe pagar el Estado en moneda de reducción de cantidad de pena amenazada. De otro modo, si estos adelantamientos tuviera igual pena que los delitos de lesión, o incluso, menos amenaza punitiva, se daría la paradoja de que al autor recibiría el mensaje normativo de una especie de oferta de reducción de pena si que él toma la decisión de avanzar en el proceso lesivo. Quien quiera ver aquí un caso de acumulación por concurso real entre el delito adelantado y el efectivamente lesivo, debería recordar la esencia del concurso aparente por consunción.
Ahora bien, la introducción de delitos de asociación con penas enormemente altas, tan precisamente altas que se ha pretendido burlar la idea básica de libertad durante el proceso no hace honor al criterio de racionalidad que recién hemos descrito.
El legislador tenía posiblemente razones político criminales para impulsar la introducción de la comentada figura de la “asociación ilícita tributaria”, pero cometió un error que debe ser reparado a la hora de distribuir la cuota de amenaza punitiva.
No está claro si para tomar este camino se ha visto como una buena señal el abandono del principio limitador de la teoría de la exclusiva protección del bien jurídico por parte de la doctrina moderna, o se ha dejado llevar por intuiciones menos glamorosas, pero la distribución irracional del drama de la pena siempre debe ser motivo de preocupación.
Algo parecido sucede con el abandono de ciertas concepciones que la dogmática liberal siempre consideró como esenciales para la imputación de autoría, como el concepto de dominio del hecho. Es realmente notable como, en algunos ámbitos, la jurisprudencia nacional ha incorporado la posible sugerencia de relativización de la necesidad de que se demuestre esta exigencia para la imputación de autoría, incluso en aquellos supuestos en los cuales no hay ningún dominio del curso lesivo, para ello, claro parece que ha venido muy bien que un sector de la doctrina moderna, más allá de que todavía no pueda predicarse de ella el haberse constituido en opinión dominante, se haya ocupado de distinguir entre los clásicos delitos de dominio y los denominados en las últimas décadas, “delitos de infracción de deber”, en verdad, aquello que sólo hace 20 años se denominaba con mayo claridad expositiva, “delitos especiales propios”. Sucede que para el finalismo tradicional ello sólo implicaba que existían delitos en el marco de los cuales el sujeto activo no podía ser cualquiera sino aquel que poseía la característica específica que detallaba la norma (ser funcionario público, por ejemplo). Nunca hubo, hasta ahora, demasiadas dudas acerca de que a la exigencia de poseer el dato que caracterizaba normativamente al sujeto activo, se sumaba la exigencia sobre entendida que siempre acompañaba al sujeto al que se le pretendía imputar el rol de autor: el dominio del hecho.
Incluso en la actualidad, algunos textos de enorme influencia todavía en la ciencia jurídico penal alemana, como las obras de carácter general de Stratenwerth o Jescheck, no se nota ninguna seducción frente a la posibilidad de que en los llamados ahora delitos de infracción de deber se pueda prescindir en forma absoluta de la exigencia del dominio de parte del sujeto que posee el dato relevante que exige el sujeto activo: en la temática que nos ocupa el ser el sujeto obligado por la relación tributaria con el Estado.
La cuestión parece haber sido superada llamativamente, de modo preocupantemente rápido, en algunas resoluciones judiciales. El riesgo es evidente: la construcción, aquí y allá, de modelos de responsabilidad objetiva.
Por supuesto que sujetos activos que no han dominado de ningún modo el curso lesivo, que no han tenido casi ninguna participación en el hecho, normalmente, ostentan el dato de un casi inexistente conocimiento de los hechos. Ello, para el derecho penal de cuño liberal, implicaría un conjunto de serías dificultades para la imputación subjetiva, es decir, para el dolo. El silogismo surge con evidencia, quien no ha tenido relación directa desde el punto de vista fáctico con el suceso, también tiene ciertas dificultades para hacer surgir el panorama cognitivo. Quien no actúa no sabe, diría un fiel discípulo de Perogrullo. Sin embargo, frente a esta debilidad en el modelo de imputación, aparece una tendencia que se encuentra dispuesta no sólo a que el dolo se constituya prescindiendo del dato volitivo, sino también a construir una dimensión cognitiva de bases normativas, o sea de conocimiento presupuesto, o sea, y para abandonar por tres minutos los eufemismos, “inexistente”. El sujeto que no supo, pero que debió saber, se encuentra alcanzado por la omnipresente imputación de dolo.
Como es sabido, por otro lado, cierta vocación garantista un tanto exótica, y poco constante como hemos visto, ha llevado a que nuestro sistema judicial haya sido uno de los espacios planetarios en los cuales se ha defendido con mayor vigor el brocardo “societas delinquere non potest”. Las razones por las cuales el sistema dogmático no ofrece ningún obstáculo para la responsabilidad penal de los entes ideales, no pueden ser aquí revisadas, entre otras cosas porque ya me he ocupado de ellas en otras ocasión, en particular en el libro homenaje a David Baigún (aunque luego de 6 años de aquel trabajo he variado algunas conclusiones). En cualquier caso, siempre he sido un defensor de este tipo de modelo de imputación frente a las conductas de las personas jurídicas. Una de las razones, ya no de estricta dogmática jurídico penal, sino de mayor entidad político criminal, reside en que detrás de esa conmovedora defensa del ámbito de libertad de las grandes corporaciones, se escode una secreta decisión, por cierto llamativa, de una defensa bastante más débil y, por lo tanto, menos emotiva, de los límites propios de los principios de imputación frente a las personas físicas. Un ejemplo normativo frente al cual nos hemos acostumbrado reside en la figura del actuar en lugar de otro que recoge el Art. 14 de la ley 24769. Como sabemos allí se resuelve el conocido problema de un ente ideal que posee la característica que define la relación tributaria (la empresa es el obligado) y una persona física que, actuando en el marco corporativo, tiene el dominio del hecho, pero, claro, no tiene el deber especial que define su situación como obligado tributario. La solución de la “fórmula mágica” del actuar en lugar o en nombre de otro, no es otra que una presunción iuris et de iure de que el dato específico que define ese deber, en verdad, debe ser evaluado como positivamente existente en cabeza de la persona físicas, más allá de que, no se encuentra presente. La teoría del delito siempre, por lo menos, hasta la aparición de este tipo de formulas, que hace algunas décadas eran presentadas como dando solución al problema de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, había ofrecido un modelo en el que se amalgamaban tres instancias, aquello que se verificaba en el mundo real como la obra del autor, una evaluación producida por varios tamices normativos y cierta conexión subjetiva del mismo autor con el acto expresado en ese mundo. Ello fue de ese modo tanto en el sistema clásico a partir de v. Liszt y Beling, en el neoclásico a partir de Mezger, en el finalismo de Welzel, e, incluso en la opinión dominante de la ciencia penal contemporánea. NO había lugar en ninguno estos modelos de sistema del hecho punible, para presumir sin admitir prueba en contrario datos que en verdad no se dar en la vida real y esta presunción usarla para expandir el ámbito de lo prohibido.
5. Conclusión.
Estos extremos que, seguramente de modo un tanto arbitrario he seleccionado para ilustrar mi preocupación deben dejar una sensación agridulce: nadie debe dudar de que Estados pobres o empobrecidos como los nuestros necesitan de una política tributaria enérgica, la historia demuestra sin embargo que cuando se depositan esperanzas exageradas en él, el Derecho penal ofrece un camino un tanto sombrío. La lesión de garantías constitucionales no es devuelta normalmente en moneda de eficiencia del sistema y, en todo caso, refleja un espiral que culmina en una gradual pérdida de la dignidad comunitaria.
Forma parte de las certezas institucionales de los último años que una de las políticas públicas que nuestro país ha encarado con mayor intensidad es, sin duda, la política tributaria.
En el marco del desarrollo de esta política tributaria no hay dudas que se ha pretendido depositar en el derecho penal, buena parte de las pretensiones de la energía estatal en este sentido.
Existe, no sólo en este ámbito particular, una tendencia que multiplica su protagonismo día a día, en el sentido de acudir al derecho penal para fortificar la presencia comunitaria de ciertas políticas públicas. En los últimos años existen pocos ámbitos, desde el poder estatal, en los cuales se resista a la tentación de acudir con entusiasmo y posturas enérgicas al poder punitivo. Por otro lado los medios de comunicación también se muestran claramente seducidos por estas invocaciones al poder penal.
Ahora bien, otra cosa un poco distinta significa el desafío de montar una política criminal eficiente. No siempre el éxito para ganar espacios publicitarios de ese sector punitivo de las políticas públicas implica de modo directo que hayamos logrado realmente el montaje de una política criminal, en el sector que sea, también el tributario, que ostente datos de eficiencia.
En verdad, para ser totalmente honestos, la única actitud sincera que debe acompañar a la convocatoria del derecho penal como apoyo de cualquier política pública, es el escepticismo.
En primer lugar, porque se trata de un desafío con pocas chances de éxito debido a las condiciones estructurales sobre las que se desarrolla el derecho penal casi desde su mismo nacimiento. Cualquier paneo estadístico sobre el funcionamiento operativo del derecho penal en el último siglo sin duda que debería generar preocupación. Un sistema extremadamente violento, que conoce muy pocos casos en relación a la criminalidad real, que del universo de aquellos casos que conoce resuelve todavía muchos menos, que se expresa de modo continuo con reacciones jurisdiccionales contradictorias, tardías, difícilmente sostenibles en términos constitucionales, etc., etc.
Frente a este escenario, harto conocido por todos los que desarrollan sus preocupaciones intelectuales o su vocación práctica en sectores cercanos al derecho penal, hay en verdad, y sin embargo, dos vías posibles y por ello dos actitudes: el posicionamiento en un lugar directamente abolicionista, que descree de la utilidad del sistema penal en su conjunto, para cualquier tipo de caso y una posición que busca, en cambio, otorgarle racionalidad a la reacción punitiva, que no parte de la directa desaparición del control penal como propuesta por lo menos inmediata, sino que pretende, como programa de mínima legitimidad, de condición básica de sustento ético, el logro de un sistema de control penal mínimamente eficiente y adecuado a los parámetros que ofrece nuestro texto constitucional y el sistema de protección regional de los derechos humanos. Se trata, claro de dos caminos posible, uno externo al sistema y otro interno, pero que subraya la presencia de ciertos límites vistos como consustanciales a un derecho penal que pretende convivir con el Estado de Derecho. No puedo ocuparme aquí de justificar la razón por la cual prefiero, siempre he preferido, este último camino, esta última actitud. Quizá sólo pueda decir que desde esta visión es posible esperar consecuencias para el día de hoy y no meras especulaciones para un futuro mediato.
2. Los caminos para el desarrollo de una política criminal eficiente: los puentes operativos entre el derecho penal y el derecho procesal penal.
Normalmente, y a efectos de evaluar con claridad el desarrollo posible de una determinada política criminal, en el sector que se trate, es útil comprender que toda política criminal depende en su legitimidad del cumplimiento de un conjunto de límites constitucionales que no pueden ser avasallados de ningún modo por las entendibles necesidades de eficiencia de las políticas de persecución criminal, pero también que cualquier política criminal se manifiesta a través el subsistema de normas sustantivas, del derecho penal de fondo, y a través de las normas del subsistema procesal, que determina el sistema de enjuiciamiento, la propia escenografía del poder de persecución penal.
Es por ello que, en esta ocasión, creo prudente repasar algunas de las recetas posibles en el ámbito del sistema procesal y del sistema de investigación de delitos que es realmente factible configurar para el desarrollo de una política criminal eficiente en el ámbito tributario. Un camino que, como se verá considero no sólo pertinente, sino que no se ha desarrollado todo lo que debiera.
En este sentido, si se evalúa en su conjunto la política criminal tributaria, más allá de a quién le haya correspondido el rol operativo, debemos destacar como positivo, prescindiendo de ciertos detalles, los siguientes extremos:
-Una creciente preocupación por la especialización que se ha manifestado por el desarrollo de unidades especiales del Ministerio Público Fiscal y por la creación del fuero penal tributario.
-Un aumento absolutamente digno de elogio de los niveles de creatividad en el desarrollo investigativo de hechos de impacto penal-tributario por parte de la administración federal de ingresos públicos que se ha manifestado, incluso, en notables cambios de paradigmas investigativos que han puesto al descubierto organizaciones que antes se beneficiaban de modelos investigativos del Estado que ostentaban desconexiones, falta de aprovechamiento de la información, visiones unilaterales de los hechos sometidos a estudio, etc., etc.
-Una saludable tendencia a generar espacios de reflexión y de relevamiento de problemas normativos y operativos, en el marco de los cuales se convocan a todos los que, desde el Estado, dirigen su esfuerzo a orientar el poder de persecución penal a la investigación de estos hechos, rompiendo e ese modo esa tendencia corporativa a los compartimentos estancos.
-Una preocupación constante por la actualización teórica y práctica que se advierte en la mayor parte de los funcionarios.
-Y, por último, el desarrollo sistémico, junto con el impulso de la política criminal, de programas de educación comunitaria, sensibilización social y prevención.
4. El camino de las sombras: el debilitamiento de los límites para la imputación en el ámbito de la criminalidad tributaria.
Ahora bien, junto con el desarrollo de estos caminos que debemos considerar como dignos de aplauso, es posible encontrar otros que debieran generar otro tipos de miradas, aquellas que se destinan a los caminos que nos llevan a lugares no deseados, como mínimo, lugares en los que los límites del derecho penal que hasta ahora se han nutrido de garantías constitucionales no son visibles si es que existen.
A esto se ha referido hace varios años, Silva Sánchez, cuando ha titulado a este fenómeno: “una expansión del derecho penal”. Según el profesor de Barcelona: “no es nada difícil constatar la existencia de una tendencia claramente dominante en la legislación de todos los países hacia la introducción de nuevos tipos penales así como a una agravación de los ya existentes, que cave enclavar en el marco general de la restricción, o la “reinterpretación” e las garantías clásicas del Derecho penal sustantivo y del Derecho procesal penal. Creación de nuevos “bienes jurídico-penales”, ampliación de los espacios de riesgos jurídico-penalmente relevantes, flexibilización de las reglas de imputación y relativización de los principios político-criminales de garantía no serían sino aspectos de esta tendencia general, a la que cabe referirse con el término “expansión”.2
En nuestro país, según puedo ver, la situación es un poco peor: ya no se trata sólo de espasmos legislativos, sino también de algunas decisiones jurisdiccionales que no sólo no se han ocupado de poner límites, sino que, al contrario, ha querido fomentar alguna expansión, ya extra legislativa, del poder peal. En el desarrollo normativo y también práctico del sistema del derecho penal tributario es posible notar algunos extremos preocupantes que, para quien se ha formado felizmente en un derecho penal preocupado por los límites, no pueden pasar desapercibidos.
Quizá, en el fondo, se trate de buenas intenciones, de un intento de solidarizarse desde la distribución del castigo penal con una política pública que se considera, correctamente, como indispensable en el marco de tejido comunitario. Pero, aún así, si esa fuera la fuerza moral que guía a estas decisiones, no alcanzaría para justificarlas. No es seguro que el derecho penal de límites difusos sea un instrumento que derroche virtuosismo, como para transformarse en un socio admisible, sin más ni más, de cualquier política pública.
No es posible en el tiempo del que dispongo producir un relevamiento de los vértices que ejemplifican esta preocupación a la que hago referencia con pretensión de taxatividad. Sólo pretendo entonces, referirme a algunas cuestiones que, espero, sirvan para ilustrar a aquello a lo cual me refiero.
En este sentido debemos subrayar en primer lugar cierta relativización del mandato de lex stricta propio de principio de legalidad que surge de la tendencia a ver estructuras omisivas presentes de un modo claramente tácito (en el mejor de los casos) en cada norma de prohibición. Estos caminos expansivos claramente expresados en algunas tendencias hermenéuticas desarrolladas alrededor de los artículos 1 y 2 de la ley penal tributaria, no se llevan bien con las decisiones adoptadas por el legislador de nuestro país cada vez que ha optado por la introducción, junto con la norma prohibitiva, de una forma ilícita omisiva. Ello se ha manifestado bajo modelos de menor intensidad punitiva (claramente explicable por el minus de dominio que manifiesta el omitente en relación con la suerte del bien jurídico frente al sujeto activo del delito comisito y el consiguiente minus de conocimiento –que sustentó la alusión de Armin Kaufmann a un cuasi dolo de omisión- y, por supuesto, también de regulación expresa (en las cuales se ha definido con precisión la situación generadora del deber de actuar y la posición de garantía)
Semejante cuadro previo al nacimiento del derecho penal tributario stricto sensu, no ha dejado las cosas para que tan alegremente en este escenario político-criminal se defienda la existencia de formas omisivas no escritas expresamente.
En derecho penal liberal se había acostumbrado a las consecuencias racionalizadoras y limitadoras del principio de exclusiva protección de bienes jurídicos. Este principio no sólo poseía la entidad suficiente como para generar una limitación externa al nacimiento indiscriminado de disposiciones penales, sino que también tenía una saludable tendencia a generar mecanismos de racionalización interna y de dosimetría punitiva. Se ha tratado de la idea tan clara y útil de que cuando más cerca se encuentra el autor de los ámbitos propios de lesión del bien jurídico más grave es la infracción y, por consiguiente, más pena merece.
De allí proviene un conjunto de ecuaciones cuya racionalidad es difícilmente discutible: el delito consumado vale más que la tentativa, el delito de resultado vale más que el delito de peligro, el delito de peligro concreto vale más que el delito de peligro abstracto, la punición de antiguos actos preparatorios debe merecer menos pena que el clásico delito frente al cual se adelanta la intervención punitiva, et, etc. El costo que paga la ciudadanía en moneda de espacios de libertad perdidos a favor de los adelantamientos punitivos y las tendencia de criminalización en el estadio previo a la lesión de un bien jurídico, es el equivalente al que debe pagar el Estado en moneda de reducción de cantidad de pena amenazada. De otro modo, si estos adelantamientos tuviera igual pena que los delitos de lesión, o incluso, menos amenaza punitiva, se daría la paradoja de que al autor recibiría el mensaje normativo de una especie de oferta de reducción de pena si que él toma la decisión de avanzar en el proceso lesivo. Quien quiera ver aquí un caso de acumulación por concurso real entre el delito adelantado y el efectivamente lesivo, debería recordar la esencia del concurso aparente por consunción.
Ahora bien, la introducción de delitos de asociación con penas enormemente altas, tan precisamente altas que se ha pretendido burlar la idea básica de libertad durante el proceso no hace honor al criterio de racionalidad que recién hemos descrito.
El legislador tenía posiblemente razones político criminales para impulsar la introducción de la comentada figura de la “asociación ilícita tributaria”, pero cometió un error que debe ser reparado a la hora de distribuir la cuota de amenaza punitiva.
No está claro si para tomar este camino se ha visto como una buena señal el abandono del principio limitador de la teoría de la exclusiva protección del bien jurídico por parte de la doctrina moderna, o se ha dejado llevar por intuiciones menos glamorosas, pero la distribución irracional del drama de la pena siempre debe ser motivo de preocupación.
Algo parecido sucede con el abandono de ciertas concepciones que la dogmática liberal siempre consideró como esenciales para la imputación de autoría, como el concepto de dominio del hecho. Es realmente notable como, en algunos ámbitos, la jurisprudencia nacional ha incorporado la posible sugerencia de relativización de la necesidad de que se demuestre esta exigencia para la imputación de autoría, incluso en aquellos supuestos en los cuales no hay ningún dominio del curso lesivo, para ello, claro parece que ha venido muy bien que un sector de la doctrina moderna, más allá de que todavía no pueda predicarse de ella el haberse constituido en opinión dominante, se haya ocupado de distinguir entre los clásicos delitos de dominio y los denominados en las últimas décadas, “delitos de infracción de deber”, en verdad, aquello que sólo hace 20 años se denominaba con mayo claridad expositiva, “delitos especiales propios”. Sucede que para el finalismo tradicional ello sólo implicaba que existían delitos en el marco de los cuales el sujeto activo no podía ser cualquiera sino aquel que poseía la característica específica que detallaba la norma (ser funcionario público, por ejemplo). Nunca hubo, hasta ahora, demasiadas dudas acerca de que a la exigencia de poseer el dato que caracterizaba normativamente al sujeto activo, se sumaba la exigencia sobre entendida que siempre acompañaba al sujeto al que se le pretendía imputar el rol de autor: el dominio del hecho.
Incluso en la actualidad, algunos textos de enorme influencia todavía en la ciencia jurídico penal alemana, como las obras de carácter general de Stratenwerth o Jescheck, no se nota ninguna seducción frente a la posibilidad de que en los llamados ahora delitos de infracción de deber se pueda prescindir en forma absoluta de la exigencia del dominio de parte del sujeto que posee el dato relevante que exige el sujeto activo: en la temática que nos ocupa el ser el sujeto obligado por la relación tributaria con el Estado.
La cuestión parece haber sido superada llamativamente, de modo preocupantemente rápido, en algunas resoluciones judiciales. El riesgo es evidente: la construcción, aquí y allá, de modelos de responsabilidad objetiva.
Por supuesto que sujetos activos que no han dominado de ningún modo el curso lesivo, que no han tenido casi ninguna participación en el hecho, normalmente, ostentan el dato de un casi inexistente conocimiento de los hechos. Ello, para el derecho penal de cuño liberal, implicaría un conjunto de serías dificultades para la imputación subjetiva, es decir, para el dolo. El silogismo surge con evidencia, quien no ha tenido relación directa desde el punto de vista fáctico con el suceso, también tiene ciertas dificultades para hacer surgir el panorama cognitivo. Quien no actúa no sabe, diría un fiel discípulo de Perogrullo. Sin embargo, frente a esta debilidad en el modelo de imputación, aparece una tendencia que se encuentra dispuesta no sólo a que el dolo se constituya prescindiendo del dato volitivo, sino también a construir una dimensión cognitiva de bases normativas, o sea de conocimiento presupuesto, o sea, y para abandonar por tres minutos los eufemismos, “inexistente”. El sujeto que no supo, pero que debió saber, se encuentra alcanzado por la omnipresente imputación de dolo.
Como es sabido, por otro lado, cierta vocación garantista un tanto exótica, y poco constante como hemos visto, ha llevado a que nuestro sistema judicial haya sido uno de los espacios planetarios en los cuales se ha defendido con mayor vigor el brocardo “societas delinquere non potest”. Las razones por las cuales el sistema dogmático no ofrece ningún obstáculo para la responsabilidad penal de los entes ideales, no pueden ser aquí revisadas, entre otras cosas porque ya me he ocupado de ellas en otras ocasión, en particular en el libro homenaje a David Baigún (aunque luego de 6 años de aquel trabajo he variado algunas conclusiones). En cualquier caso, siempre he sido un defensor de este tipo de modelo de imputación frente a las conductas de las personas jurídicas. Una de las razones, ya no de estricta dogmática jurídico penal, sino de mayor entidad político criminal, reside en que detrás de esa conmovedora defensa del ámbito de libertad de las grandes corporaciones, se escode una secreta decisión, por cierto llamativa, de una defensa bastante más débil y, por lo tanto, menos emotiva, de los límites propios de los principios de imputación frente a las personas físicas. Un ejemplo normativo frente al cual nos hemos acostumbrado reside en la figura del actuar en lugar de otro que recoge el Art. 14 de la ley 24769. Como sabemos allí se resuelve el conocido problema de un ente ideal que posee la característica que define la relación tributaria (la empresa es el obligado) y una persona física que, actuando en el marco corporativo, tiene el dominio del hecho, pero, claro, no tiene el deber especial que define su situación como obligado tributario. La solución de la “fórmula mágica” del actuar en lugar o en nombre de otro, no es otra que una presunción iuris et de iure de que el dato específico que define ese deber, en verdad, debe ser evaluado como positivamente existente en cabeza de la persona físicas, más allá de que, no se encuentra presente. La teoría del delito siempre, por lo menos, hasta la aparición de este tipo de formulas, que hace algunas décadas eran presentadas como dando solución al problema de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, había ofrecido un modelo en el que se amalgamaban tres instancias, aquello que se verificaba en el mundo real como la obra del autor, una evaluación producida por varios tamices normativos y cierta conexión subjetiva del mismo autor con el acto expresado en ese mundo. Ello fue de ese modo tanto en el sistema clásico a partir de v. Liszt y Beling, en el neoclásico a partir de Mezger, en el finalismo de Welzel, e, incluso en la opinión dominante de la ciencia penal contemporánea. NO había lugar en ninguno estos modelos de sistema del hecho punible, para presumir sin admitir prueba en contrario datos que en verdad no se dar en la vida real y esta presunción usarla para expandir el ámbito de lo prohibido.
5. Conclusión.
Estos extremos que, seguramente de modo un tanto arbitrario he seleccionado para ilustrar mi preocupación deben dejar una sensación agridulce: nadie debe dudar de que Estados pobres o empobrecidos como los nuestros necesitan de una política tributaria enérgica, la historia demuestra sin embargo que cuando se depositan esperanzas exageradas en él, el Derecho penal ofrece un camino un tanto sombrío. La lesión de garantías constitucionales no es devuelta normalmente en moneda de eficiencia del sistema y, en todo caso, refleja un espiral que culmina en una gradual pérdida de la dignidad comunitaria.