¿Que opina de la política criminal del actual gobierno?

jueves, 16 de octubre de 2008

BASES DOGMÁTICAS Y PROCESALES DE UNA POLÍTICA CRIMINAL TRIBUTARIA EFICIENTE.

I. El problema.

Forma parte de las certezas institucionales de los último años que una de las políticas públicas que nuestro país ha encarado con mayor intensidad es, sin duda, la política tributaria.
En el marco del desarrollo de esta política tributaria no hay dudas que se ha pretendido depositar en el derecho penal, buena parte de las pretensiones de la energía estatal en este sentido.
Existe, no sólo en este ámbito particular, una tendencia que multiplica su protagonismo día a día, en el sentido de acudir al derecho penal para fortificar la presencia comunitaria de ciertas políticas públicas. En los últimos años existen pocos ámbitos, desde el poder estatal, en los cuales se resista a la tentación de acudir con entusiasmo y posturas enérgicas al poder punitivo. Por otro lado los medios de comunicación también se muestran claramente seducidos por estas invocaciones al poder penal.
Ahora bien, otra cosa un poco distinta significa el desafío de montar una política criminal eficiente. No siempre el éxito para ganar espacios publicitarios de ese sector punitivo de las políticas públicas implica de modo directo que hayamos logrado realmente el montaje de una política criminal, en el sector que sea, también el tributario, que ostente datos de eficiencia.
En verdad, para ser totalmente honestos, la única actitud sincera que debe acompañar a la convocatoria del derecho penal como apoyo de cualquier política pública, es el escepticismo.
En primer lugar, porque se trata de un desafío con pocas chances de éxito debido a las condiciones estructurales sobre las que se desarrolla el derecho penal casi desde su mismo nacimiento. Cualquier paneo estadístico sobre el funcionamiento operativo del derecho penal en el último siglo sin duda que debería generar preocupación. Un sistema extremadamente violento, que conoce muy pocos casos en relación a la criminalidad real, que del universo de aquellos casos que conoce resuelve todavía muchos menos, que se expresa de modo continuo con reacciones jurisdiccionales contradictorias, tardías, difícilmente sostenibles en términos constitucionales, etc., etc.
Frente a este escenario, harto conocido por todos los que desarrollan sus preocupaciones intelectuales o su vocación práctica en sectores cercanos al derecho penal, hay en verdad, y sin embargo, dos vías posibles y por ello dos actitudes: el posicionamiento en un lugar directamente abolicionista, que descree de la utilidad del sistema penal en su conjunto, para cualquier tipo de caso y una posición que busca, en cambio, otorgarle racionalidad a la reacción punitiva, que no parte de la directa desaparición del control penal como propuesta por lo menos inmediata, sino que pretende, como programa de mínima legitimidad, de condición básica de sustento ético, el logro de un sistema de control penal mínimamente eficiente y adecuado a los parámetros que ofrece nuestro texto constitucional y el sistema de protección regional de los derechos humanos. Se trata, claro de dos caminos posible, uno externo al sistema y otro interno, pero que subraya la presencia de ciertos límites vistos como consustanciales a un derecho penal que pretende convivir con el Estado de Derecho. No puedo ocuparme aquí de justificar la razón por la cual prefiero, siempre he preferido, este último camino, esta última actitud. Quizá sólo pueda decir que desde esta visión es posible esperar consecuencias para el día de hoy y no meras especulaciones para un futuro mediato.

2. Los caminos para el desarrollo de una política criminal eficiente: los puentes operativos entre el derecho penal y el derecho procesal penal.

Normalmente, y a efectos de evaluar con claridad el desarrollo posible de una determinada política criminal, en el sector que se trate, es útil comprender que toda política criminal depende en su legitimidad del cumplimiento de un conjunto de límites constitucionales que no pueden ser avasallados de ningún modo por las entendibles necesidades de eficiencia de las políticas de persecución criminal, pero también que cualquier política criminal se manifiesta a través el subsistema de normas sustantivas, del derecho penal de fondo, y a través de las normas del subsistema procesal, que determina el sistema de enjuiciamiento, la propia escenografía del poder de persecución penal.
Es por ello que, en esta ocasión, creo prudente repasar algunas de las recetas posibles en el ámbito del sistema procesal y del sistema de investigación de delitos que es realmente factible configurar para el desarrollo de una política criminal eficiente en el ámbito tributario. Un camino que, como se verá considero no sólo pertinente, sino que no se ha desarrollado todo lo que debiera.
En este sentido, si se evalúa en su conjunto la política criminal tributaria, más allá de a quién le haya correspondido el rol operativo, debemos destacar como positivo, prescindiendo de ciertos detalles, los siguientes extremos:

-Una creciente preocupación por la especialización que se ha manifestado por el desarrollo de unidades especiales del Ministerio Público Fiscal y por la creación del fuero penal tributario.

-Un aumento absolutamente digno de elogio de los niveles de creatividad en el desarrollo investigativo de hechos de impacto penal-tributario por parte de la administración federal de ingresos públicos que se ha manifestado, incluso, en notables cambios de paradigmas investigativos que han puesto al descubierto organizaciones que antes se beneficiaban de modelos investigativos del Estado que ostentaban desconexiones, falta de aprovechamiento de la información, visiones unilaterales de los hechos sometidos a estudio, etc., etc.

-Una saludable tendencia a generar espacios de reflexión y de relevamiento de problemas normativos y operativos, en el marco de los cuales se convocan a todos los que, desde el Estado, dirigen su esfuerzo a orientar el poder de persecución penal a la investigación de estos hechos, rompiendo e ese modo esa tendencia corporativa a los compartimentos estancos.

-Una preocupación constante por la actualización teórica y práctica que se advierte en la mayor parte de los funcionarios.

-Y, por último, el desarrollo sistémico, junto con el impulso de la política criminal, de programas de educación comunitaria, sensibilización social y prevención.


4. El camino de las sombras: el debilitamiento de los límites para la imputación en el ámbito de la criminalidad tributaria.

Ahora bien, junto con el desarrollo de estos caminos que debemos considerar como dignos de aplauso, es posible encontrar otros que debieran generar otro tipos de miradas, aquellas que se destinan a los caminos que nos llevan a lugares no deseados, como mínimo, lugares en los que los límites del derecho penal que hasta ahora se han nutrido de garantías constitucionales no son visibles si es que existen.
A esto se ha referido hace varios años, Silva Sánchez, cuando ha titulado a este fenómeno: “una expansión del derecho penal”. Según el profesor de Barcelona: “no es nada difícil constatar la existencia de una tendencia claramente dominante en la legislación de todos los países hacia la introducción de nuevos tipos penales así como a una agravación de los ya existentes, que cave enclavar en el marco general de la restricción, o la “reinterpretación” e las garantías clásicas del Derecho penal sustantivo y del Derecho procesal penal. Creación de nuevos “bienes jurídico-penales”, ampliación de los espacios de riesgos jurídico-penalmente relevantes, flexibilización de las reglas de imputación y relativización de los principios político-criminales de garantía no serían sino aspectos de esta tendencia general, a la que cabe referirse con el término “expansión”.2
En nuestro país, según puedo ver, la situación es un poco peor: ya no se trata sólo de espasmos legislativos, sino también de algunas decisiones jurisdiccionales que no sólo no se han ocupado de poner límites, sino que, al contrario, ha querido fomentar alguna expansión, ya extra legislativa, del poder peal. En el desarrollo normativo y también práctico del sistema del derecho penal tributario es posible notar algunos extremos preocupantes que, para quien se ha formado felizmente en un derecho penal preocupado por los límites, no pueden pasar desapercibidos.
Quizá, en el fondo, se trate de buenas intenciones, de un intento de solidarizarse desde la distribución del castigo penal con una política pública que se considera, correctamente, como indispensable en el marco de tejido comunitario. Pero, aún así, si esa fuera la fuerza moral que guía a estas decisiones, no alcanzaría para justificarlas. No es seguro que el derecho penal de límites difusos sea un instrumento que derroche virtuosismo, como para transformarse en un socio admisible, sin más ni más, de cualquier política pública.
No es posible en el tiempo del que dispongo producir un relevamiento de los vértices que ejemplifican esta preocupación a la que hago referencia con pretensión de taxatividad. Sólo pretendo entonces, referirme a algunas cuestiones que, espero, sirvan para ilustrar a aquello a lo cual me refiero.
En este sentido debemos subrayar en primer lugar cierta relativización del mandato de lex stricta propio de principio de legalidad que surge de la tendencia a ver estructuras omisivas presentes de un modo claramente tácito (en el mejor de los casos) en cada norma de prohibición. Estos caminos expansivos claramente expresados en algunas tendencias hermenéuticas desarrolladas alrededor de los artículos 1 y 2 de la ley penal tributaria, no se llevan bien con las decisiones adoptadas por el legislador de nuestro país cada vez que ha optado por la introducción, junto con la norma prohibitiva, de una forma ilícita omisiva. Ello se ha manifestado bajo modelos de menor intensidad punitiva (claramente explicable por el minus de dominio que manifiesta el omitente en relación con la suerte del bien jurídico frente al sujeto activo del delito comisito y el consiguiente minus de conocimiento –que sustentó la alusión de Armin Kaufmann a un cuasi dolo de omisión- y, por supuesto, también de regulación expresa (en las cuales se ha definido con precisión la situación generadora del deber de actuar y la posición de garantía)
Semejante cuadro previo al nacimiento del derecho penal tributario stricto sensu, no ha dejado las cosas para que tan alegremente en este escenario político-criminal se defienda la existencia de formas omisivas no escritas expresamente.
En derecho penal liberal se había acostumbrado a las consecuencias racionalizadoras y limitadoras del principio de exclusiva protección de bienes jurídicos. Este principio no sólo poseía la entidad suficiente como para generar una limitación externa al nacimiento indiscriminado de disposiciones penales, sino que también tenía una saludable tendencia a generar mecanismos de racionalización interna y de dosimetría punitiva. Se ha tratado de la idea tan clara y útil de que cuando más cerca se encuentra el autor de los ámbitos propios de lesión del bien jurídico más grave es la infracción y, por consiguiente, más pena merece.
De allí proviene un conjunto de ecuaciones cuya racionalidad es difícilmente discutible: el delito consumado vale más que la tentativa, el delito de resultado vale más que el delito de peligro, el delito de peligro concreto vale más que el delito de peligro abstracto, la punición de antiguos actos preparatorios debe merecer menos pena que el clásico delito frente al cual se adelanta la intervención punitiva, et, etc. El costo que paga la ciudadanía en moneda de espacios de libertad perdidos a favor de los adelantamientos punitivos y las tendencia de criminalización en el estadio previo a la lesión de un bien jurídico, es el equivalente al que debe pagar el Estado en moneda de reducción de cantidad de pena amenazada. De otro modo, si estos adelantamientos tuviera igual pena que los delitos de lesión, o incluso, menos amenaza punitiva, se daría la paradoja de que al autor recibiría el mensaje normativo de una especie de oferta de reducción de pena si que él toma la decisión de avanzar en el proceso lesivo. Quien quiera ver aquí un caso de acumulación por concurso real entre el delito adelantado y el efectivamente lesivo, debería recordar la esencia del concurso aparente por consunción.
Ahora bien, la introducción de delitos de asociación con penas enormemente altas, tan precisamente altas que se ha pretendido burlar la idea básica de libertad durante el proceso no hace honor al criterio de racionalidad que recién hemos descrito.
El legislador tenía posiblemente razones político criminales para impulsar la introducción de la comentada figura de la “asociación ilícita tributaria”, pero cometió un error que debe ser reparado a la hora de distribuir la cuota de amenaza punitiva.
No está claro si para tomar este camino se ha visto como una buena señal el abandono del principio limitador de la teoría de la exclusiva protección del bien jurídico por parte de la doctrina moderna, o se ha dejado llevar por intuiciones menos glamorosas, pero la distribución irracional del drama de la pena siempre debe ser motivo de preocupación.
Algo parecido sucede con el abandono de ciertas concepciones que la dogmática liberal siempre consideró como esenciales para la imputación de autoría, como el concepto de dominio del hecho. Es realmente notable como, en algunos ámbitos, la jurisprudencia nacional ha incorporado la posible sugerencia de relativización de la necesidad de que se demuestre esta exigencia para la imputación de autoría, incluso en aquellos supuestos en los cuales no hay ningún dominio del curso lesivo, para ello, claro parece que ha venido muy bien que un sector de la doctrina moderna, más allá de que todavía no pueda predicarse de ella el haberse constituido en opinión dominante, se haya ocupado de distinguir entre los clásicos delitos de dominio y los denominados en las últimas décadas, “delitos de infracción de deber”, en verdad, aquello que sólo hace 20 años se denominaba con mayo claridad expositiva, “delitos especiales propios”. Sucede que para el finalismo tradicional ello sólo implicaba que existían delitos en el marco de los cuales el sujeto activo no podía ser cualquiera sino aquel que poseía la característica específica que detallaba la norma (ser funcionario público, por ejemplo). Nunca hubo, hasta ahora, demasiadas dudas acerca de que a la exigencia de poseer el dato que caracterizaba normativamente al sujeto activo, se sumaba la exigencia sobre entendida que siempre acompañaba al sujeto al que se le pretendía imputar el rol de autor: el dominio del hecho.
Incluso en la actualidad, algunos textos de enorme influencia todavía en la ciencia jurídico penal alemana, como las obras de carácter general de Stratenwerth o Jescheck, no se nota ninguna seducción frente a la posibilidad de que en los llamados ahora delitos de infracción de deber se pueda prescindir en forma absoluta de la exigencia del dominio de parte del sujeto que posee el dato relevante que exige el sujeto activo: en la temática que nos ocupa el ser el sujeto obligado por la relación tributaria con el Estado.
La cuestión parece haber sido superada llamativamente, de modo preocupantemente rápido, en algunas resoluciones judiciales. El riesgo es evidente: la construcción, aquí y allá, de modelos de responsabilidad objetiva.
Por supuesto que sujetos activos que no han dominado de ningún modo el curso lesivo, que no han tenido casi ninguna participación en el hecho, normalmente, ostentan el dato de un casi inexistente conocimiento de los hechos. Ello, para el derecho penal de cuño liberal, implicaría un conjunto de serías dificultades para la imputación subjetiva, es decir, para el dolo. El silogismo surge con evidencia, quien no ha tenido relación directa desde el punto de vista fáctico con el suceso, también tiene ciertas dificultades para hacer surgir el panorama cognitivo. Quien no actúa no sabe, diría un fiel discípulo de Perogrullo. Sin embargo, frente a esta debilidad en el modelo de imputación, aparece una tendencia que se encuentra dispuesta no sólo a que el dolo se constituya prescindiendo del dato volitivo, sino también a construir una dimensión cognitiva de bases normativas, o sea de conocimiento presupuesto, o sea, y para abandonar por tres minutos los eufemismos, “inexistente”. El sujeto que no supo, pero que debió saber, se encuentra alcanzado por la omnipresente imputación de dolo.
Como es sabido, por otro lado, cierta vocación garantista un tanto exótica, y poco constante como hemos visto, ha llevado a que nuestro sistema judicial haya sido uno de los espacios planetarios en los cuales se ha defendido con mayor vigor el brocardo “societas delinquere non potest”. Las razones por las cuales el sistema dogmático no ofrece ningún obstáculo para la responsabilidad penal de los entes ideales, no pueden ser aquí revisadas, entre otras cosas porque ya me he ocupado de ellas en otras ocasión, en particular en el libro homenaje a David Baigún (aunque luego de 6 años de aquel trabajo he variado algunas conclusiones). En cualquier caso, siempre he sido un defensor de este tipo de modelo de imputación frente a las conductas de las personas jurídicas. Una de las razones, ya no de estricta dogmática jurídico penal, sino de mayor entidad político criminal, reside en que detrás de esa conmovedora defensa del ámbito de libertad de las grandes corporaciones, se escode una secreta decisión, por cierto llamativa, de una defensa bastante más débil y, por lo tanto, menos emotiva, de los límites propios de los principios de imputación frente a las personas físicas. Un ejemplo normativo frente al cual nos hemos acostumbrado reside en la figura del actuar en lugar de otro que recoge el Art. 14 de la ley 24769. Como sabemos allí se resuelve el conocido problema de un ente ideal que posee la característica que define la relación tributaria (la empresa es el obligado) y una persona física que, actuando en el marco corporativo, tiene el dominio del hecho, pero, claro, no tiene el deber especial que define su situación como obligado tributario. La solución de la “fórmula mágica” del actuar en lugar o en nombre de otro, no es otra que una presunción iuris et de iure de que el dato específico que define ese deber, en verdad, debe ser evaluado como positivamente existente en cabeza de la persona físicas, más allá de que, no se encuentra presente. La teoría del delito siempre, por lo menos, hasta la aparición de este tipo de formulas, que hace algunas décadas eran presentadas como dando solución al problema de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, había ofrecido un modelo en el que se amalgamaban tres instancias, aquello que se verificaba en el mundo real como la obra del autor, una evaluación producida por varios tamices normativos y cierta conexión subjetiva del mismo autor con el acto expresado en ese mundo. Ello fue de ese modo tanto en el sistema clásico a partir de v. Liszt y Beling, en el neoclásico a partir de Mezger, en el finalismo de Welzel, e, incluso en la opinión dominante de la ciencia penal contemporánea. NO había lugar en ninguno estos modelos de sistema del hecho punible, para presumir sin admitir prueba en contrario datos que en verdad no se dar en la vida real y esta presunción usarla para expandir el ámbito de lo prohibido.


5. Conclusión.

Estos extremos que, seguramente de modo un tanto arbitrario he seleccionado para ilustrar mi preocupación deben dejar una sensación agridulce: nadie debe dudar de que Estados pobres o empobrecidos como los nuestros necesitan de una política tributaria enérgica, la historia demuestra sin embargo que cuando se depositan esperanzas exageradas en él, el Derecho penal ofrece un camino un tanto sombrío. La lesión de garantías constitucionales no es devuelta normalmente en moneda de eficiencia del sistema y, en todo caso, refleja un espiral que culmina en una gradual pérdida de la dignidad comunitaria.

ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL ESTADO ACTUAL DE LA DOGMÁTICA JURÍDICO PENAL

Si en general, cada cierto segmento temporal, todas las ciencias sienten la necesidad de realizar alguna auditoría o evaluación del estado global por el que atraviesa determinado sector del conocimiento, en particular esa necesidad es en el derecho penal más reiterada y, posiblemente, en cierto sentido, cíclica.
Las razones por las cuales este tipo de actitud se ve acentuada en la ciencia del derecho penal parecen surgir de la connatural sensación de que nada se encuentra totalmente legitimado en el derecho penal. Esta sensación de cierta inestabilidad ética, de cierto cosquilleo axiológico, motiva a los juristas, por lo menos en los centros científicos donde ello se toma en serio, a volver a plantear, a rediseñar, un conjunto de caminos argumentales, en los cuales sigue habiendo cierta seducción hacia el logro de la pureza propia del deductivismo, de ciertos modelos de lógica deóntica.
A nadie se le ocurriría plantear, claro, una vuelta al positivismo jurídico, por lo menos tal y como fue desarrollada esa etapa en el pensamiento jurídico, pero, asimismo, nadie disfruta, en el escenario de las ciencias penales, del actual tembladeral, del excesivo casuismo, de la permanente sensación de que el ámbito de lo regulado por el derecho penal puede ensancharse o encogerse varios metros con sólo realizar un gambito de modelos de imputación, con sólo modificar, aquí y allá, ciertos puntos de partida del sistema hermenéutico.
Pero, claro, la autocrítica de la dogmática jurídico penal, debe ser más bien moderada. Nadie en su sano juicio, por lo menos en la actualidad, atribuiría estos permanentes movimientos telúricos, en la ciencia penal, sólo a la inacabable capacidad de los dogmáticos para cuestionar, una y otra vez, esta o aquella solución.
Hoy, como nunca, la agenda científica de los juristas, viene influída por los irascibles tironeos que ejercen las necesidades político criminales (reales o no, pero siempre formuladas con energía).

II.

Pero, seguramente, a esa inquietud de la dogmática jurídico-penal motivada por las enormes presiones externas, hay que sumar una reconocible tendencia a la revisión de los paradigmas fundamentales sobre los que se ha estructurado el edificio de imputación de la teoría del hecho punible. En ocasiones, es preciso reconocer que se trata de una genuina reflexión automotivada en el renovado intento de la ciencia jurídico penal de lograr un modelo de teoría del hecho punible que responda a algunas condiciones de legitimidad técnica y social.
En este sentido, y sólo para dibujar un ejemplo con una sola y gruesa pincelada, es expreso y nítido, en algunos autores, el intento de que los paradigmas sobre los que se sustenta el sistema de imputación muestren cierto paralelismo con los paradigmas que ostentan el modelo de relaciones intersubjetivas y sociales en la vida común.
De modo posiblemente arbitrario he elegido algún párrafo del Profesor emérito de la Universidad de Bonn, Günther Jakobs en un relativamente reciente e importante trabajo sobre la teoría de la intervención delictiva que, sin dudas, ilumina adecuadamente aquello que deseo mostrar. Allí Jakobs afirma, para introducir la problemática de los límites (o la ausencia de ellos) que separan el concepto de participación del concepto de autoría: “¿a quien se le puede asignar como su obra la exitosa interpretación de una sonata para piano? Se puede nombrar: al compositor, al pianista, al fabricante del instrumento, al afinador, quizá también al técnico acústico que colaboró en la construcción de la sala de conciertos, y a otros; pero seguro que a quien no se nombraría nunca es a la compañía aérea con la que ha volado el pianista hasta el lugar del concierto, ni al conductor del taxi que lo llevó –como es habitual- hasta el auditorio, ni al constructor que edificó la sala, ni tampoco a ninguna de las innumerables personas del entramado que fue causal para el cuento, y de éstas, seguro que las que menos podrían ser nombradas son aquellas que ni tan siquiera aportaron algo mediante la división del trabajo, sino que tan sólo quedaron vinculadas a la obra por el libérrimo actuar de otros, como, por ejemplo, el inspector fiscal, huyendo del cual acabó el pianista en el país donde ahora interpreta la sonata”.[1]
El recurso metodológico que hemos descripto con la ayuda del interesante y seleccionado casi al azar, párrafo del Profesor de Bonn, tiene la virtualidad de comenzar cualquier debate, siempre, con un triunfo parcial conseguido antes de que aquél comience: es que el recurrir a estructuras no normativizadas, pero absolutamente convalidadas en la planificación vital de todos, siempre instala la sensación de que el sistema de imputación del derecho penal, en ningún caso, podría ir demasiado lejos del lugar en donde se encuentra la base de nuestros comportamientos más usuales y de los sistemas hermenéuticos que rigen nuestra vida cotidiana. Claro: ¿Quién puede con la realidad?. Un sistema de auto-legitimación metodológica que recuerda al recurso de las estructuras lógico-reales, a los puntos de partida ópticos, que propuso Hans Welzel en el nacimiento mismo del finalismo.
Por supuesto que nada de esto es objetable sin más ni más (aunque sorprende esta capacidad de seducción que tienen las estructuras de la realidad para ser convocadas en modelos altamente normativizados). La realidad siempre es un buen banco de pruebas para someter a ciertos controles a las reglas que administra la dogmática jurídico-penal: lo que suena irracional llevado a la vida cotidiana tiene muchas posibilidades de serlo en cualquier escenario de aplicación y, es seguro, que no es una condición de legitimidad de las estructuras del derecho penal que se vaya a contramano del sentido común (sino todo lo contrario).
Sin embargo, según puedo verlo, el problema es otro y aquí, en esta instancia, sólo puede ser adelantado: se corre el riesgo de que encandilados por la seducción que ejerce siempre la navegación por las aguas más usuales, más cotidianas, se tienda un puente entre necesidades de imputación y estructuras de la vida común, y que ese puente sirva para observar desde arriba como se desliza el trabajo sobre los límites constitucionales del poder penal que, lamentablemente, lo hará por aguas más turbulentas y menos conocidas.

III.

En cambio, la actual etapa por la que atraviesa la ciencia jurídico penal también puede caracterizarse por un desacostumbramiento a que el trabajo dogmático se concentre en el desarrollo de las conclusiones que pueden ser extraídas de ciertos límites axiológicos o, incluso, constitucionales que deben informar al sistema del hecho punible y a la propia definición legislativa y hermenéutica del ilícito.
En este sentido, por ejemplo, casi no son visibles aportes modernos, en el ámbito de la dogmática jurídico penal, que construyan caminos de objeción de ciertas estructuras de imputación sobre la base del traslado al sistema del hecho punible de las consecuencias, por ejemplo, de alguna garantía o principio constitucional, como el de legalidad o culpabilidad, el in dubio pro reo, o el de proporcionalidad.
Sin embargo, corresponde a una siempre actualizada preocupación por el establecimiento de límites sólidos a la intervención jurídico-penal del Estado el interrogante acerca de qué se debe esperar, en este sentido, del aporte que puede realizar la teoría del delito respetuosa del Estado de Derecho.
Cualquier evaluación que se quiera realizar sobre el papel de la teoría del delito, desde esta perspectiva, deberá tener en cuenta que, en primer lugar, de lo que se trata en el sistema del hecho punibles de trasladar el plexo de exigencias constitucionales para la aplicación del poder penal del Estado a las instancias correspondientes de los procesos de subsunción que, a la manera de un camino hermenéutico de ida y de vuelta entre el hecho y la norma administra el sistema del hecho punible.
Los textos constitucionales y los tratados internacionales dedicados, principalmente a la protección de los derechos humanos, como sabemos, se han ocupado con encomiable detalle de establecer las condiciones globales bajo las cuales se aseguran cierto y determinado estándar de legitimidad de la aplicación del poder estatal de sancionar penalmente.
Este conjunto de garantías (principio de legalidad, principio de inocencia, principio de defensa, principio de culpabilidad, etc) pretenden asegurar tanto la escena institucional necesaria como para pronunciar la culpabilidad en un contexto de demostración confiable, como el camino lógico-jurídico que se debe transcurrir para poder afimar la responsabilidad del ciudadano por la antinormatividad atribuida. Es por ello que, en el nivel constitucional, internacional o regional de protección de los derechos humanos, es muy factible detectar los puntos de partida fundamentales que permiten determinar la orientación institucional inclaudicable tanto en el sistema de enjuiciamiento penal (sistema procesal), como del sistema del hecho punible (teoría del delito).
En este sentido es que tanto en el ámbito del derecho procesal penal, como en el ámbito del derecho penal, podemos hablar de derecho constituional o de las garantías constitucionales reglamentado. De este modo, las reglas del proceso penal y las reglas de la teoría del delito se deberían encontrar definitivamente orientadas a la manifestación de alguna o varias garantías fundamentales del sistema penal.
Ello genera con claridad un punto de vista, menos ususal que lo requerido, que ofrece un renvado control externo sobre la legitimidad de las reglas mismas que informan tanto el proceso de decisión del derecho penal como la escena institucional en el marco de la cual esa decisión emana.
Del mismo modo, los procesos de subsuncion que son guiados por esas reglas también deben demostrar fidelidad hermenéutica con aquellos puntos de partida.
En ocasiones no se extraen de este punton de vista todas las consecencias que deben manifestarse. Incluso es posible advertir cierta falta de simetría de este fenómeno de expresión sistemática de las garantías constitucionales.
Mientras que es usual presentar los problemas propios de la aplicación de las reglas del sistema de enjuiciamiento como escenarios en los cuales se encuentra en juego, total o parcialmente, la vigencia práctica de una garantía constitucional, al contrario ello no es tan claro cuando se trata de evaluar la trascendencia normativa de un problema de la teoría del delito.
Es verdaderamente muy raro que una discusión propia del sistema del hecho punible sea presentada como un dilema que, en definitiva, debe estar informado por la vigencia operativa de alguna garantía constitucional como el principio de legalidad, el principio de culpabilidad o el in dubio pro reo, por ejemplo.
Ello puede encontrar una explicación alternativa. En primer lugar, es posible ver aquí una consecuencia aceptable del gran desarrollo que ha adquirido el sistema de imputación en cuanto a su nivel de precisión y de desarrollo lógico de sus respectivas cadenas argumentales. Esa creciente complejidad del edificio sistemático ha logrado, quizá, que rara vez un problema dogmático requiera recurrir a una herramienta tan contundente pero, a la vez, tan vista como posiblemente rudimentaria, como acudir a la directa invocación de una garantía constitucional.
Se trataría, para esta visión tranquilizadora, de un alejamiento de las garantias y principios constitucionales por propias y auténticas razones de madurez sistemática de la teoría del hecho punible.
El acudir, sin más ni más, a un límite constitucional en la solución de un caso del derecho penal, correspondería a una etapa evolutiva anterior al actual derroche de tecnicismos jurídicos que ostenta para la permanente seducción de los iniciados, el sistema del hecho punible.
Para este punto de vista, un sistema de atribución de responsabilidad orgulloso de sí mismo, debe lucir como una compleja concatenación de segmentos de la cadena argumental en donde el punto de partida constitucional, para un lector de buen gusto, no debe verse tan cerca.
Para quientema, como mínimo, que a esta explicación traquilizadora no se le debe dar todo el crédito que reclama, es posible ejercer una lectura del fenomeno lamentablemente alternativa: aquella que advierte que este alejamiento constitucional es el punto de partida que permite, aquí y allá, algunos debilitamiento de las fronteras del ambito de la punible.

IV.


En este sentido, y sólo como ejemplo, es posible detectar un recurso metodológico que si bien de nigún modo es novedoso, en las últimas dos décadas ha adquirido nuevos bríos: una configuración de ciertos elementos del ilícito a la medidas de las necesidades de configuración procesal. Ello se nota, por ejemplo, en la definición de un dolo que, cada vez con mayor intensidad, prescinde de la (verdadera) pregunta por lo interno. Casi como si los viejos traumas del dolo en el escenario de la prueba procesal hubieran sido ya definitivamente definidos a favor de ls necesidades del sistema de enjuiciamiento. En este sentido, la conmovedora definición de Jakobs en el sentido de que la pregunta por lo interno sólo está permitida luego de que ya hay algo objetivamente perturbador, debe ser ahora, en verdad matizada ya que, por lo menos para un porcentaje de los casos, para responder la pregunta por lo interno, en verdad, ya alcanza con lo objetivamente perturbador, casi como si lo perturbador es muy evidente, la pregunta por lo interno (hayamos o no asegurado el segundo turno para ello) es francamente superflua.
Como uno pueda imaginarlo, no ha sido un cambio repentino, sino una evolución en el pensamiento penal, que, sin embargo, sin prisa pero sin pausa, ha construído, de todos modos, la opinión dominante o, por lo menos, la más glamorosa. En una primera etapa, si uno se retrotae al nacimiento del finalismo, la división (más allá de su racionalidad sistemática) entre dolo del tipo y conciencia de la antijuricidad, en el nivel de la culpabilidad implicó para esta última que en el camino se desvanezca la exigencia de actualidad propia del dolo tradicional: a partir de allí alcanzó con un conocimiento de la antijuricidad sólo potencial.
En una segunda etapa, se trtató de reducir la importancia, hasta anularla, del elemento volitivo del dolo. El axioma podría rezar: para quien crea un riesgo jurídico-penalmente relevante destinado de modo claro a la lesión del bien jurídico (o de la norma) y lo sabe (posee el llamado elemento cognitivo del dolo) es intrascendente que se encuentre o no presente el elemento volitivo. Incluso, de modo por demás llamativo, se acude a un argumento con musicalidad de garantía constitucional aunque ahora traído a cuento para expandir (quitando un requisito) el concepto de dolo: cogitationis poenam nemo patitur.
Por supuesto, que ese primer paso evolutivo si no fue directamente aplaudido por el universo de necesidades probatorias del sistema de enjuiciamiento, sin dudas, ha sido visto con buenos ojos y miradas de aprobación.
Ahora el dolo era solo conocimiento.
Sin embargo, a poco que se comenzó a discutir sobre las fronteras del dolo en la fundamentación del ilícito, se advirtió que si el problema residía en la famosa “prueba del dolo”, ese camino tambièn estaba lleno e espinas, aún cuando se tratara (solo) de probar el mero conocimiento.Para decirlo en forma casi coloquial: ¡también el conocimiento forma parte de lo interno!. La dogmática jurídico penal moderna ha encontrado vable cierta normativización en la definición casuística de este característica del ilícito. Así como ya ha perdido un poco de sentido la verificación empírica de la causalidad y en parte ese proceso ha dejado lugar a una verdadera imputación, a una adjudicación normativa de la subsunción del hecho a lo descrito en la ley. Del mismo modo el dolo, ya como mero conocimiento ha dejado de verificarse (por lo menos en el planteo de lo interno, para esta tendencia) y ha comenzado a atribuirse a partir de deteminados escenarios de riesgo. El axioma podría rezar: frente ha determinado nivel de riesgo reconocible objetivamente la mera decision de actuar demuestra el dolo.
Hay que decir, incluso antes de formular algún comentario crítico sobre esta tendencia, que el problema no es novedoso, ni siquiera exclusivo de la dogmática jurídico penal. En alguna legislaciòn especial es comun observar algunas normas que le recuerdan al inérprete que el dolo puede ser deducido de determinadas circunstancias objetivas.
Se trata, de un modo u otro, de una posible invasión del tipo objetivo de confección normativa por sobre un tipo subjetivo que siempre ha tenido que defenderse de las demandas procesales. Pero claro: donde gobierna el invasor, deja de gobernar el invadido.
Existe de este modo, cierta sensación de que lo que ha pasado es similar a los intentos de incorporar, en la conciencia de la antijuricidad, la figura de la ignorantia crassa. Para evitar el efecto exculpante de errores sobre valoraciones normativas del propio núcleo ético-social. Aquella propuesta implicaba una clara violacion, a mi juicio, del principio de culpabilidad. A esta tendencia, entonces, no le puede ir mejor. No es seguro que la ciencia jurídico penal deba aceptar con civismo que, en ciertos contextos de riesgo, hay una presunción iuris et de iure de que el autor tiene dolo (como hemos dicho: un dolo ya fragmentado por la propia evolucion del derecho penal moderno).

Maximiliano Rusconi

[1] Jakobs, Günther, “La intervención delictiva”, Traducción de Javier Sánchez –Vera Gómez-Trelles, Cuadernos de Política Criminal, Nro. 85, Madrid, 2005, p. 71.

viernes, 10 de octubre de 2008

La reforma procesal (Conferencia brindadas en las Jornadas Patagónicas de Derecho Procesal Penal). Nequén, 2008

La reforma procesal: entre el abandono del modelo inquisitivo y la reglamentación de garantías constitucionales.[1][2]

a. El desarrollo de los modelos de reforma y de los discursos que los han legitimado.
La mayor parte de quienes han participado de la ciencia que se ocupa del proceso penal en las últimas décadas ya no pueden sorprenderse si es que se describen los procesos de reforma procesal que se han verificado en la mayor parte de los países de América Latina subrayando los siguientes extremos:
-Se trata de procesos que se han auto-postulado como herramientas eficientes para el abandono de los modelos y la cultura inquisitiva.
-Han sido propuestas que siempre han incorporado al juicio oral y el abandono del acta escrita como uno de los datos en mayor medida salientes de la innovación legislativa.
-Sin duda han oscilado entre los reclamos político-criminales de mayor eficiencia y de un respeto más cuidadoso al sistema de garantías constitucionales.
Por supuesto que esta descripción de los procesos de reforma realizada aquí con un pincel muy grueso debe completarse con la mención de otros institutos ya muy conocidos y, claro, también muy debatidos en lo que respecta a sus contornos finales: investigación a cargo del ministerio público, principio de oportunidad, suspensión del procedimiento a prueba, cesura del juicio, judicialización de la ejecución, etc, etc.
La mayor parte de los países de América Latina han circulado con bastante éxito político un camino de transformación normativa de su sistema de justicia que ha incorporado una buena cantidad de los institutos que mencionamos recién, incluso acompañando al proyecto central de un nuevo código procesal penal con leyes mayormente dirigidas a ciertas partes del universo orgánico: Leyes del Ministerio Público Fiscal y de la Defensoría Pública u Oficial, Leyes de Organización Judicial, etc, etc.
Todo este proceso ha estado debidamente acompañado con la idea de que se trataba ni más ni menos que elegir en el marco del dilema que sugiere la contraposición “sistema inquisitivo vs. sistema acusatorio”.
Posiblemente la instalación institucional de ese dilema que iluminaba el proceso de transformación ha tenido una buena dosis de responsabilidad en el éxito del camino político de los planes de reforma y su recepción legislativa.
Al modelo llamado inquisitivo se le atribuyó, posiblemente con razón, la responsabilidad de todos los males del sistema de justicia penal, aunque ello también implicó (seguramente con menor acierto) que la contraposición con el modelo acusatorio dejaba las cosas cercanas a pensar que con ese cambio aparecería todo lo bueno de un sistema penal verdaderamente virtuoso.
Sin embargo, muchos de estos extremos, como veremos, no han estado muy claros y ello ha contribuido a la generación de ciertas confusiones y de algunos efectos que no pueden ser calificados como positivos. En primer lugar, la calificación de un sistema de enjuiciamiento como inquisitivo es cualquier cosa menos precisa. En segundo lugar, y ya entrando en el terreno de las evaluaciones político-criminales o ideológicas, en verdad, sería muy arriesgado afirmar que todo aquello que caracterizó históricamente a los modelos inquisitivos ha sido realmente desechable, si es que uno está dispuesto a desprenderse de las caricaturas a la hora de hacer ciencia procesal. Solamente a título ejemplificativo: si algo ha caracterizado al modelo de enjuiciamiento propio de la inquisición es la puesta en primer plano de la búsqueda de la verdad material, a diferencia de lo que sucedía con el sistema acusatorio puro. Ahora bien, ¿estamos dispuestos a abandonar todo compromiso con la búsqueda de la verdad?.

b. Los efectos positivos de los procesos de reforma en América Latina.

La situación de los sistemas de justicia penal en América Latina hacia fines de la década de los años 80 era realmente insostenible. Intervenciones policiales que generalmente utilizaban los apremios y las torturas como herramienta cotidiana, niveles de capacitación de los funcionarios judiciales realmente preocupantes, porcentajes inadmisibles de presos sin condena, sistemas penitenciarios absolutamente colapsados y en el marco de los cuales no se garantizaba ni siquiera la mínima integridad física y moral de los internos, presos que nadie sabía por qué razón y en el marco de qué causa estaban detenidos, una ausencia absoluta de control estadísticos del funcionamiento del sistema, servicios oficiales de defensa o bien inexistentes o, en todo caso, absolutamente raquíticos, vigencia ocasional de la pena de muerte, ministerios públicos fiscales o bien inexistentes, o con una deprimente desorientación institucional o, por último, con absoluta incapacidad para investigar no ya delitos complejos, sino directamente, ningún delito, procesos penales fuertemente condicionados por una actividad policial sospechada de corrupción y enormemente autoritaria, logísticas procesales propias de guiones de ciencia ficción como aquella que podía vincular un sistema escrito con juicio por jurados, niveles de infraestructura que hacían inimaginable y casi heróica cualquier actividad rutinaria, jueces que delegaban sus funciones jurisdiccionales y se ocupaban con obsesión detallista de las funciones administrativas y burocráticas, ausencia total de organización de los servicios administrativos, inexistencia de algún modelo de organización judicial, lo que por ejemplo posibilitaba que hubiera un juzgado increíblemente colapsado por la carga de trabajo, ubicado a tres metros de otro que hacía años que le había tocado en suerte tener buena parte del tiempo ocioso., sistemas de gobierno judicial enormemente autoritarios y que dejaban poco espacio para la independencia judicial, absoluto irrespeto para el imputado y su defensa de su papel de sujetos procesales protagónicos, etc, etc.
Por todo ello, el camino de transformación no sólo era visto como un intento de mejorar al sistema de administración de justicia penal, sino que era considerado como una instancia de indudable necesidad institucional para la recomposición de los dolorosamente restaurados sistemas republicanos.
La conciencia lograda, en gran parte por estos impulsos reformistas, sobre el grado de la crisis de la justicia penal, posibilitó la construcción de las bases de un consenso en el que no solo participaron las instituciones estatales, sino la sociedad civil organizada, la academia e incluso las representaciones profesionales.
Ultimamente, Julio Maier, define de modo muy claro los actuales objetivos de los impulsos reformismtas:

“a) adecuar la legislación procesal penal al texto actual de la Constitución nacional y a la ley penal;
b) lograr cierta eficiencia en la persecución penal de los hechos punibles, sin descuidar las garantías individuales de sus habitantes frente a esa persecución, conforme a las leyes fundamentales;
c) simplificar y agilizar los procedimientos y disminuir el tiempo de su duración para arribar a una decisión final; y
d) corregir la organización judicial y la de todos los oficios que deben intervenir en el procedimiento penal, para lograr los dos objetivos anteriores y un mejor aprovechamiento de recursos humanos y materiales.”
Sin duda, el escenario se ha modificado en la actualidad, en toda la región, desde México hasta nuestro país, aunque con diversas intensidades, pero con algunas aristas muy visibles.
En primer lugar se ha logrado cierto aumento del prestigio institucional y social del sistema de justicia, hoy día los jueces de la mayor parte de los países de América se sienten en un lugar distinto a la sombría retaguardia que le adjudicaban las décadas pasadas. Han cambiado sus escenarios de presentación institucional, ha cambiado gradualmente el porcentaje del poder que detentan. Algo parecido ha sucedido, incluso de modo mucho más visible, con la evolución del Ministerio Público, otrora un órgano del cual se podía prescindir sin que la mesa judicial se caiga.
En gran medida ha mejorado la relación e imagen del sistema de justicia penal frente a la comunidad y ello genera cierta confianza en los resultados que se puedan esperar de su intervención. Hay cierta expectativa y optimismo en el sistema penal. Como veremos, el riesgo reside en haber contribuido a la convicción de que el derecho penal implica un proceso de desarrollo de los conflictos sociales que otorga ventajas, una nueva versión de cierto optimismo en el derecho penal, una nueva generación del llamado neopunitivismo.

c. Una mirada alternativa: la pérdida de vigencia normativa e institucional de las garantías como eje político criminal.
Sin embargo, aquí no quisiera ocuparme de los efectos positivos de la reforma en nuestra región, extremo que antes, durante y después de los cambios ha estado siempre muy presente en las diferentes agendas académicas, sino, en cambio, buscaré describir cierta insatisfacción que surge ni bien uno abandona las típicas miradas panorámicas que siempre se encandilan por las grandes estructuras y comienza a detenerse en los detalles normativos y de impacto social de los cambios.
Si lo que expondré enseguida tiene chances de transformarse en parte o la totalidad de las futuras agendas institucionales de cambio ello dependerá de cuánto nos hemos atado a nuestros propios slogans de cambio y que capacidad demostramos para poder corregir nuestras propias marchas y contramarchas en procura de un sistema de justicia penal que recupere ciertos ideales propios del Estado de Derecho.
La imagen que los renovados sistemas de justicia generan en América latina posee algunas aristas que deber generar, todavía, una nítida preocupación.
En primer lugar, a pesar de las buenas intenciones demostradas por los modelos normativos de trasformación de los sistemas procesales, no parece que los cambios hayan operado drásticamente sobre los porcentajes de presos sin condena. Los porcentajes de presos sin condena en la mayor parte de los países de la región expresan una realidad que no es posible mirar de modo descomprometido. Según la información disponible a partir de las investigaciones del CEJA, en Bolivia ese porcentaje llega al 77 %, en Nicaragua al 68%, en Ecuador al 70 %, y en Guatemala la situación no es mejor y en nuestro país se supera, cómodamente, el 50 % en el sistema federal. Aquí se trata, particularmente, de una clara ausencia de una decisión normativa: aquella que, en el caso de admitir la constitucionalidad del encarcelamiento preventivo, coloca una frontera insuperable una vez que el Estado ha hecho uso de esa facultad por más de tres meses?, seis meses? En casos complejos? o cuando el Estado no repeta las condiciones en el marco de las cuales debe cumplirse la prisión preventiva. NO se trata sólo de buscar un interlocutor estatal a quien sancionar con gestos grandilocuentes, sino que se trata de liberar en forma inmediata al ciudadano frente al cual se ha incumplido la garantía.
Pero, junto con este vértice que no puede ser desdeñado, es indudable que existen otros datos que deben generar alguna preocupación. En este sentido, es difícil negar que, a raíz de los procesos de transformación, ha habido una clara expansión del sistema penal que podríamos denominar como orgánica. Para quien pensaba en las ventajas de un derecho penal de mínima intervención, que se exprese como una herramienta subsidiaria del control social, seguramente no es una buena noticia aquella que confirma que, desde comienzos de la década de los años 90, ha habido un aumento geométrico de la cantidad de fiscales y jueces. Es llamativo, por ejemplo, lo sucedido en Chile, en donde (y más allá de las razones seguramente presentadas como buenas para ello) los caminos de reforma, directamente, han hecho nacer a una institución como el Ministerio Público Fiscal que, tal cual como nos hemos acostumbrado a conocerla, no existía en el vecino país. La multiplicación de la fuerza de persecución penal, por ejemplo, en la Provincia de Buenos Aires es, también un dato que debe llamar la atención. Al indudable protagonismo que en esa Provincia ha tenido la instancia policial, se le ha sumado ahora, y desde hace ya varios años, un poder fiscal de persecución enormemente trascendente.
Lo mismo ha sucedido en la instancia policial. Los procesos de reforma se han mostrado con una indominable incapacidad para replantear a una institución que históricamente ha presentado serios riesgos de actuación ilegítima, pero, sin embargo, han contribuido en forma inmediata a la instalación de la necesidad, formulada sobre todo teóricamente, del nacimiento de la llamada policía judicial. Por supuesto, el problema no reside en la necesidad de que, efectivamente, haya una policía en función judicial o jurisdiccional, sino en que la propuesta surja cuando todavía no hay visos de un modelo realmente superador de los graves problemas de la instancia policial en su rol tradicional de prevención. Un neófito espectador diría, con tono vulgar, “no pudieron con una, ¿como les irá con dos?.
Por otro lado, el tremendo desarrollo que ha tenido el Ministerio Público Fiscal, no ha significado paralelamente una detracción del ilegítimo espacio ocupado por la instancia policial.
La sobreactuación del rol de la víctima y del querellante, en el ámbito de los renovados sistemas de enjuiciamiento, ha provocado, por otro lado, una pérdida del necesario equilibrio entre la tesis de la defensa y la tesis de la acusación. La identificación entre “sistema acusatorio” y protagonismo renovado de la víctima y del querellante, ha terminado por enfrentarnos a caminos procesales transitados por familiares de la víctima (que en casos muy complejos pueden realmente muchos –piénsese en el llamado caso “Cromagnon”, por ejemplo-, organismos no gubernamentales que se ocupan de representar intereses colectivos, diversos organismo estatales que, en ocasiones expresan el interés sectorial del caso (Por ejemplo en nuestro país, Banco Central de la República Argentina, Oficina Anticorrupción, Administración Federal de Ingresos Públicos, etc, etc), el propio Fiscal del Caso, el Fiscal de Investigaciones Administrativas, y eventualmente, Fiscales que representan a ciertas unidades específicas de investigación.
Las chances que esta multiplicación de representantes públicos y privados de la tesis de la acusación pueda convivir con las exigencias constitucionales del debido proceso y el necesario correlato que se expresa en la idea de la igualdad de armas, son realmente mínimas o, mejor dicho, ninguna.
Hasta incluso, hoy se pretende ofrecer cierto paralelismo o bilateralidad del desarrollo de las garantías constitucionales que, de este modo, siempre tendrán algo que decir no sólo a favor del autor del hecho, del sujeto imputado, sino también para la víctima: una directa defraudación del sentido ideológico último de las garantías constitucionales que, claro, siempre deben ser axiomas dirigidos a oponerse a las facultades estatales y nunca puntos de partida de los cuales puedan deducirse afirmaciones que legitimen la intervención estatal.
Por otro lado, es bastante claro que los procesos de transformación de la justicia penal no han tenido la suficiente energía ni normativa ni práctica como para combatir con éxito la enorme distorsión de las garantías constitucionales que implica la extrema duración del proceso. La idea de que el Estado tiene un tiempo limitado para administrar justicia penal en un caso y que se ese tiempo, que no debe ser mucho, se excede, entonces caduca la posibilidad de seguir sometiendo a proceso a un individuo no ha logrado la difusión que merece. Nuevamente el debilitamiento y la desnutrición del rol procesal del imputado ha funcionado como variable de ajuste del sistema.
Una debilidad parecida se ha manifestado en relación con el grave problema de las valoraciones probatorias. La necesidad de hacer equilibrio entre eficiencias y garantías, ha posibilitado, no sólo en nuestra región, una reducción del impacto nulificante de la violación de garantías en la recolección estatal de la prueba. Esta negociación de bases éticas discutibles es lo único que explica que las reglas de exclusión probatoria puedar relativizarse en casos en los cuales el conflicto se puede sortear con el conocido procedimiento de supresión hipotética. En un sistema republicano que se tome el Estado de Derecho en serio, la actuación ilegítima del Estado en la recolección de la prueba, debe implica que ya no hay más caso penal posible de llevar adelante con legitimidad institucional. De otro modo es como decirle al imputado, mire sólo venga con su queja cuando la violación de garantías sobre su cuerpo se haya constituido en el único camino posible que tenía el Estado para acceder a la información procesal, de otro modo, es decir, si el Estado tenía un plan B para el ingreso de la prueba…¡siga participando¡.
Por otro lado, es indudable que quien haya seguido con atención los últimos 20 años de reformas procesales, se sentirá defraudado al evaluar por un lado la trascendencia del juicio oral como eje teórico esencial de las propuestas de reforma y la realidad cada vez más decorativa del jucio oral frente a las potenciadas posibilidades de salidas intermedias, alguna de las cuales tendrían enormes dificultades para pasar los estándar mínimos constitucionales del poder penal.
Dejo para otra ocasión, en primer lugar debido a que todo este cuadro es explicativo por sí mismo, el relevamiento de que ha pasado con las garantías constitucionales en los escenarios en los cuales el sistema de enjuiciamiento brindaba los lugares institucionales y escenográficos para las persecusiones penales que podríamos denominar “políticamente correctas”: en particular ello es muy visible en el juzgamiento de casos de corrupción siempre y cuando se trate de hechos de gestiones políticas ya vencidas. Pareciera que por alguna razón, a la hora de diagnosticar, que ha pasado en América Latina con los procesos de transformación, estos espacios político-criminales sólo son evaluados en la necesaria búsqueda de eficiencia. De a poco estamos asistiendo a escenarios en los cuales solo está bien visto hablar de las garantías de los vulnerables y de los no-enemigos. El desarrollo paulatino, parafraseando a Jakobs, de un derecho procesal penal del enemigo, olvida que el derrame económico a las clases subalternas de las ventajas de los renovados modelos de redistribución es mucho más utópico que el derrame a los mismos segmentos sociales de las propuestas neo-punitivistas pensadas originalmente (por lo menos en el discurso) para los que en algún momento han sido poderosos.
Toda esta simple y gruesa descripción que, palabras más, palabras menos, se corresponde con la realidad de la mayor parte de los países de América Latina, pone en evidencia que si pasáramos a estos procesos de reforma por el tamiz evaluador de las concepciones críticas de la criminología latinoamericana que se expresaron en las décadas de los años 70, por lo menos mayormente, las conclusiones serían desilusionantes. En definitiva, hay muchas posibilidades que, desde distintos lugares solo hayamos contribuido a una descomunal expansión del sistema penal, no solo legitimándolo con una pátina de estética republicana, sino generando una renovada confianza de la comunidad en el sistema del derecho penal. ¿En que momento el pensamiento progresista se ha convencido de que era necesario potenciar y nutrir al sistema penal de los países de América Latina?.
d. Una explicación posible: la difícil relación entre sistema normativo procesal y búsqueda de la eficiencia político criminal.
Es posible que parte de la responsabilidad de este Estado de cosas deba ser buscado en el debilitamiento del discurso garantista, en primer lugar, y la directa desnutrición de la técnica legislativa que siempre debió tener como principal objetivo al desarrollo sistemático y normativo de las garantías constitucionales que deben ser reguladas, con exclusividad temática, en el sistema de enjuiciamiento.
En primer lugar, la concesión discursiva no puede ser soslayada. Es comprensible las dificultades que tiene el pensamiento garantista para generar consenso social primero y político después. En las etapas previas de sensibilidad comunicacional todo debe ser explicado en clave de eficiencia político-criminal, eficacia en la detección, investigación, persecución y castigo de los delitos. En los primeros momentos de los caminos de transformación se presenta el desafío de invertir el sentido de los soportes ideológicos de los instrumentos técnicos impulsados.
El problema, sin embargo, sólo viene sugerido en esta etapa. En realidad el dilema político criminal surge cuando los procesos de transformación institucional de los sistemas de justicia penal han pretendido utilizar en provecho propio las inercias de cambio que venían impulsadas por las crecientes demandas de seguridad ciudadana.
En algún momento se pretendió convencer a la comunidad de que la transformación del sistema de enjuiciamiento penal trae siempre aparejadas consecuencias altamente positivas para los desafíos vinculados a la lucha contra la inseguridad, en particular, urbana.
Ello implicó claramente una desconexión del fundamento político-criminal del ensayo normativo que experimentaban los anteproyectos de códigos de procedimientos penales del objetivo de reglamentación de garantías constitucionales.
La matriz de las propuestas de textos de nuevos códigos procesales casi sin excepción contienen infinidad de claúsuras que no pueden ser explicadas, ni de lejos, en la reglamentación de algún límite constitucional para la construcción escenográfica del castigo penal.
Ello no ha sido un camino muy feliz. Se trata de respetar la idea de que derecho penal y derecho procesal penal, no son otra cosa que expresión sistemática de las consecuencias que generan los obstáculos constitucionales para la adjudicación de una pena legítima. Así como el sistema de imputación propio de la teoría del delito puede explicarse en forma absoluta a través del objetivo metodológico de expresar sistemáticamente los obstáculos que surgen de las garantías constitucionales para la adjudicación de responsabilidad penal y de la pena misma (principio de legalidad, principio de culpabilidad, etc); del mismo modo el sistema de enjuiciamiento penal no es otra cosa que la organización espacio temporal de los límites constitucionales para la construcción escenográfica institucional que legítimamente puede albergar esa imputación (juicio previo, inocencia, defensa, etc, etc.).
Es realmente muy posible que si no se hubiera transitado esta relación entre sistema normativo procesal y eficiencia político criminal, los efectos negativos de los procesos de transformación judicial en materia penal se hubieran limitado o, incluso, anulado.

e. Una necesidad: volver al camino correcto. El sistema procesal como reglamentación de las garantías constitucionales.

No es sencillo en pocos minutos plantear algún camino no alternativo sino, en todo, caso parcialmente correctivo. Sin embargo, las primeras refkexiones deben estar dirigidas a los formatos e inspiración político criminal de los textos de anteproyecto de Código Procesal Penal.
A esta altura de mi intervención, sólo me queda decir que, ex post, hubiera sido preferible ver Anteproyectos de Códigos Procesales, más pequeños, menos reglamentaristas, mucho más enérgicos a la hora de establecer los límites de intervención estatal. Se me ocurre pensar en sistemas de enjuiciamiento cuyos diseños normativos hagan muy visibles las garantías que, en realidad y como hemos dicho, es lo único que deben reglamentar. Sistemas procesales que expongan valientemente aquellos límites que los compromisos discursivos han evitado que se manifiesten. Sistemas procesales que pongan en crisis esta tendencia de invitar a la víctima, en igualdad de condiciones, a protagonizar el sistema penal formando parte del interminable equipo de la acusación. Sistemas procesales que inviten al conflicto, permanentemente, a transitar por carriles más racionales., como por ejemplo, la mediación.

f. ¿En qué lugar institucional hay que buscar la eficiencia?: organización y estructura judidicial.
Todo esto que acabamos de afirmar, por supuesto, no implica de ningún modo que la política criminal no deba impulsar expresiones del concepto de eficiencia. Ello tiene un lugar perfecto, justo aquél que se ha transitado, en la mayor parte de los países de América, como muy poca convicción: la transformación de los modelos de organización judicial. Allí sí es legitimo preguntarse por la eficiencia, la necesidad de no duplicar las tareas, mejorar la calidad técnica y administrativa del trabajo, optimizar el papel de los recursos humanos, mejorar su capacitación intelectual, aumentar los niveles de sensibilidad para la conducción de los conflictos, desarrollar modelos tecnológicos y de infraestructura que hagan de la austeridad una demostración adicional de eficiencia y no de pauperización del sistema judicial, proponer modelo de organización flexibles, ágiles, con capacidad de desplazamiento. En esta dimensión ha mucho pensado, pero casi nada hecho. De este modo, contestando al querido y admirado Pepe Cafferata Nores, podremos salir en búsqueda de una eficiencia que no haya que pagarla en moneda de garantías.
Muchas gracias.
[1] Maximiliano Rusconi. Doctor en Derecho –UBA-.Profesor Adjunto de Derecho Penal y Procesal Penal de la Universidad de Buenos Aires. Profesor del Master en Derecho de la Universidad de Palermo.
[2] Texto escrito de la conferencia pronunciada en las VI Jornadas Patagónicas para la Reforma Procesal Penal. Neuquén, 14, 15 y 16 de Agosto de 2008.

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