La reforma procesal: entre el abandono del modelo inquisitivo y la reglamentación de garantías constitucionales.[1][2]
a. El desarrollo de los modelos de reforma y de los discursos que los han legitimado.
La mayor parte de quienes han participado de la ciencia que se ocupa del proceso penal en las últimas décadas ya no pueden sorprenderse si es que se describen los procesos de reforma procesal que se han verificado en la mayor parte de los países de América Latina subrayando los siguientes extremos:
-Se trata de procesos que se han auto-postulado como herramientas eficientes para el abandono de los modelos y la cultura inquisitiva.
-Han sido propuestas que siempre han incorporado al juicio oral y el abandono del acta escrita como uno de los datos en mayor medida salientes de la innovación legislativa.
-Sin duda han oscilado entre los reclamos político-criminales de mayor eficiencia y de un respeto más cuidadoso al sistema de garantías constitucionales.
Por supuesto que esta descripción de los procesos de reforma realizada aquí con un pincel muy grueso debe completarse con la mención de otros institutos ya muy conocidos y, claro, también muy debatidos en lo que respecta a sus contornos finales: investigación a cargo del ministerio público, principio de oportunidad, suspensión del procedimiento a prueba, cesura del juicio, judicialización de la ejecución, etc, etc.
La mayor parte de los países de América Latina han circulado con bastante éxito político un camino de transformación normativa de su sistema de justicia que ha incorporado una buena cantidad de los institutos que mencionamos recién, incluso acompañando al proyecto central de un nuevo código procesal penal con leyes mayormente dirigidas a ciertas partes del universo orgánico: Leyes del Ministerio Público Fiscal y de la Defensoría Pública u Oficial, Leyes de Organización Judicial, etc, etc.
Todo este proceso ha estado debidamente acompañado con la idea de que se trataba ni más ni menos que elegir en el marco del dilema que sugiere la contraposición “sistema inquisitivo vs. sistema acusatorio”.
Posiblemente la instalación institucional de ese dilema que iluminaba el proceso de transformación ha tenido una buena dosis de responsabilidad en el éxito del camino político de los planes de reforma y su recepción legislativa.
Al modelo llamado inquisitivo se le atribuyó, posiblemente con razón, la responsabilidad de todos los males del sistema de justicia penal, aunque ello también implicó (seguramente con menor acierto) que la contraposición con el modelo acusatorio dejaba las cosas cercanas a pensar que con ese cambio aparecería todo lo bueno de un sistema penal verdaderamente virtuoso.
Sin embargo, muchos de estos extremos, como veremos, no han estado muy claros y ello ha contribuido a la generación de ciertas confusiones y de algunos efectos que no pueden ser calificados como positivos. En primer lugar, la calificación de un sistema de enjuiciamiento como inquisitivo es cualquier cosa menos precisa. En segundo lugar, y ya entrando en el terreno de las evaluaciones político-criminales o ideológicas, en verdad, sería muy arriesgado afirmar que todo aquello que caracterizó históricamente a los modelos inquisitivos ha sido realmente desechable, si es que uno está dispuesto a desprenderse de las caricaturas a la hora de hacer ciencia procesal. Solamente a título ejemplificativo: si algo ha caracterizado al modelo de enjuiciamiento propio de la inquisición es la puesta en primer plano de la búsqueda de la verdad material, a diferencia de lo que sucedía con el sistema acusatorio puro. Ahora bien, ¿estamos dispuestos a abandonar todo compromiso con la búsqueda de la verdad?.
b. Los efectos positivos de los procesos de reforma en América Latina.
La situación de los sistemas de justicia penal en América Latina hacia fines de la década de los años 80 era realmente insostenible. Intervenciones policiales que generalmente utilizaban los apremios y las torturas como herramienta cotidiana, niveles de capacitación de los funcionarios judiciales realmente preocupantes, porcentajes inadmisibles de presos sin condena, sistemas penitenciarios absolutamente colapsados y en el marco de los cuales no se garantizaba ni siquiera la mínima integridad física y moral de los internos, presos que nadie sabía por qué razón y en el marco de qué causa estaban detenidos, una ausencia absoluta de control estadísticos del funcionamiento del sistema, servicios oficiales de defensa o bien inexistentes o, en todo caso, absolutamente raquíticos, vigencia ocasional de la pena de muerte, ministerios públicos fiscales o bien inexistentes, o con una deprimente desorientación institucional o, por último, con absoluta incapacidad para investigar no ya delitos complejos, sino directamente, ningún delito, procesos penales fuertemente condicionados por una actividad policial sospechada de corrupción y enormemente autoritaria, logísticas procesales propias de guiones de ciencia ficción como aquella que podía vincular un sistema escrito con juicio por jurados, niveles de infraestructura que hacían inimaginable y casi heróica cualquier actividad rutinaria, jueces que delegaban sus funciones jurisdiccionales y se ocupaban con obsesión detallista de las funciones administrativas y burocráticas, ausencia total de organización de los servicios administrativos, inexistencia de algún modelo de organización judicial, lo que por ejemplo posibilitaba que hubiera un juzgado increíblemente colapsado por la carga de trabajo, ubicado a tres metros de otro que hacía años que le había tocado en suerte tener buena parte del tiempo ocioso., sistemas de gobierno judicial enormemente autoritarios y que dejaban poco espacio para la independencia judicial, absoluto irrespeto para el imputado y su defensa de su papel de sujetos procesales protagónicos, etc, etc.
Por todo ello, el camino de transformación no sólo era visto como un intento de mejorar al sistema de administración de justicia penal, sino que era considerado como una instancia de indudable necesidad institucional para la recomposición de los dolorosamente restaurados sistemas republicanos.
La conciencia lograda, en gran parte por estos impulsos reformistas, sobre el grado de la crisis de la justicia penal, posibilitó la construcción de las bases de un consenso en el que no solo participaron las instituciones estatales, sino la sociedad civil organizada, la academia e incluso las representaciones profesionales.
Ultimamente, Julio Maier, define de modo muy claro los actuales objetivos de los impulsos reformismtas:
“a) adecuar la legislación procesal penal al texto actual de la Constitución nacional y a la ley penal;
b) lograr cierta eficiencia en la persecución penal de los hechos punibles, sin descuidar las garantías individuales de sus habitantes frente a esa persecución, conforme a las leyes fundamentales;
c) simplificar y agilizar los procedimientos y disminuir el tiempo de su duración para arribar a una decisión final; y
d) corregir la organización judicial y la de todos los oficios que deben intervenir en el procedimiento penal, para lograr los dos objetivos anteriores y un mejor aprovechamiento de recursos humanos y materiales.”
Sin duda, el escenario se ha modificado en la actualidad, en toda la región, desde México hasta nuestro país, aunque con diversas intensidades, pero con algunas aristas muy visibles.
En primer lugar se ha logrado cierto aumento del prestigio institucional y social del sistema de justicia, hoy día los jueces de la mayor parte de los países de América se sienten en un lugar distinto a la sombría retaguardia que le adjudicaban las décadas pasadas. Han cambiado sus escenarios de presentación institucional, ha cambiado gradualmente el porcentaje del poder que detentan. Algo parecido ha sucedido, incluso de modo mucho más visible, con la evolución del Ministerio Público, otrora un órgano del cual se podía prescindir sin que la mesa judicial se caiga.
En gran medida ha mejorado la relación e imagen del sistema de justicia penal frente a la comunidad y ello genera cierta confianza en los resultados que se puedan esperar de su intervención. Hay cierta expectativa y optimismo en el sistema penal. Como veremos, el riesgo reside en haber contribuido a la convicción de que el derecho penal implica un proceso de desarrollo de los conflictos sociales que otorga ventajas, una nueva versión de cierto optimismo en el derecho penal, una nueva generación del llamado neopunitivismo.
c. Una mirada alternativa: la pérdida de vigencia normativa e institucional de las garantías como eje político criminal.
Sin embargo, aquí no quisiera ocuparme de los efectos positivos de la reforma en nuestra región, extremo que antes, durante y después de los cambios ha estado siempre muy presente en las diferentes agendas académicas, sino, en cambio, buscaré describir cierta insatisfacción que surge ni bien uno abandona las típicas miradas panorámicas que siempre se encandilan por las grandes estructuras y comienza a detenerse en los detalles normativos y de impacto social de los cambios.
Si lo que expondré enseguida tiene chances de transformarse en parte o la totalidad de las futuras agendas institucionales de cambio ello dependerá de cuánto nos hemos atado a nuestros propios slogans de cambio y que capacidad demostramos para poder corregir nuestras propias marchas y contramarchas en procura de un sistema de justicia penal que recupere ciertos ideales propios del Estado de Derecho.
La imagen que los renovados sistemas de justicia generan en América latina posee algunas aristas que deber generar, todavía, una nítida preocupación.
En primer lugar, a pesar de las buenas intenciones demostradas por los modelos normativos de trasformación de los sistemas procesales, no parece que los cambios hayan operado drásticamente sobre los porcentajes de presos sin condena. Los porcentajes de presos sin condena en la mayor parte de los países de la región expresan una realidad que no es posible mirar de modo descomprometido. Según la información disponible a partir de las investigaciones del CEJA, en Bolivia ese porcentaje llega al 77 %, en Nicaragua al 68%, en Ecuador al 70 %, y en Guatemala la situación no es mejor y en nuestro país se supera, cómodamente, el 50 % en el sistema federal. Aquí se trata, particularmente, de una clara ausencia de una decisión normativa: aquella que, en el caso de admitir la constitucionalidad del encarcelamiento preventivo, coloca una frontera insuperable una vez que el Estado ha hecho uso de esa facultad por más de tres meses?, seis meses? En casos complejos? o cuando el Estado no repeta las condiciones en el marco de las cuales debe cumplirse la prisión preventiva. NO se trata sólo de buscar un interlocutor estatal a quien sancionar con gestos grandilocuentes, sino que se trata de liberar en forma inmediata al ciudadano frente al cual se ha incumplido la garantía.
Pero, junto con este vértice que no puede ser desdeñado, es indudable que existen otros datos que deben generar alguna preocupación. En este sentido, es difícil negar que, a raíz de los procesos de transformación, ha habido una clara expansión del sistema penal que podríamos denominar como orgánica. Para quien pensaba en las ventajas de un derecho penal de mínima intervención, que se exprese como una herramienta subsidiaria del control social, seguramente no es una buena noticia aquella que confirma que, desde comienzos de la década de los años 90, ha habido un aumento geométrico de la cantidad de fiscales y jueces. Es llamativo, por ejemplo, lo sucedido en Chile, en donde (y más allá de las razones seguramente presentadas como buenas para ello) los caminos de reforma, directamente, han hecho nacer a una institución como el Ministerio Público Fiscal que, tal cual como nos hemos acostumbrado a conocerla, no existía en el vecino país. La multiplicación de la fuerza de persecución penal, por ejemplo, en la Provincia de Buenos Aires es, también un dato que debe llamar la atención. Al indudable protagonismo que en esa Provincia ha tenido la instancia policial, se le ha sumado ahora, y desde hace ya varios años, un poder fiscal de persecución enormemente trascendente.
Lo mismo ha sucedido en la instancia policial. Los procesos de reforma se han mostrado con una indominable incapacidad para replantear a una institución que históricamente ha presentado serios riesgos de actuación ilegítima, pero, sin embargo, han contribuido en forma inmediata a la instalación de la necesidad, formulada sobre todo teóricamente, del nacimiento de la llamada policía judicial. Por supuesto, el problema no reside en la necesidad de que, efectivamente, haya una policía en función judicial o jurisdiccional, sino en que la propuesta surja cuando todavía no hay visos de un modelo realmente superador de los graves problemas de la instancia policial en su rol tradicional de prevención. Un neófito espectador diría, con tono vulgar, “no pudieron con una, ¿como les irá con dos?.
Por otro lado, el tremendo desarrollo que ha tenido el Ministerio Público Fiscal, no ha significado paralelamente una detracción del ilegítimo espacio ocupado por la instancia policial.
La sobreactuación del rol de la víctima y del querellante, en el ámbito de los renovados sistemas de enjuiciamiento, ha provocado, por otro lado, una pérdida del necesario equilibrio entre la tesis de la defensa y la tesis de la acusación. La identificación entre “sistema acusatorio” y protagonismo renovado de la víctima y del querellante, ha terminado por enfrentarnos a caminos procesales transitados por familiares de la víctima (que en casos muy complejos pueden realmente muchos –piénsese en el llamado caso “Cromagnon”, por ejemplo-, organismos no gubernamentales que se ocupan de representar intereses colectivos, diversos organismo estatales que, en ocasiones expresan el interés sectorial del caso (Por ejemplo en nuestro país, Banco Central de la República Argentina, Oficina Anticorrupción, Administración Federal de Ingresos Públicos, etc, etc), el propio Fiscal del Caso, el Fiscal de Investigaciones Administrativas, y eventualmente, Fiscales que representan a ciertas unidades específicas de investigación.
Las chances que esta multiplicación de representantes públicos y privados de la tesis de la acusación pueda convivir con las exigencias constitucionales del debido proceso y el necesario correlato que se expresa en la idea de la igualdad de armas, son realmente mínimas o, mejor dicho, ninguna.
Hasta incluso, hoy se pretende ofrecer cierto paralelismo o bilateralidad del desarrollo de las garantías constitucionales que, de este modo, siempre tendrán algo que decir no sólo a favor del autor del hecho, del sujeto imputado, sino también para la víctima: una directa defraudación del sentido ideológico último de las garantías constitucionales que, claro, siempre deben ser axiomas dirigidos a oponerse a las facultades estatales y nunca puntos de partida de los cuales puedan deducirse afirmaciones que legitimen la intervención estatal.
Por otro lado, es bastante claro que los procesos de transformación de la justicia penal no han tenido la suficiente energía ni normativa ni práctica como para combatir con éxito la enorme distorsión de las garantías constitucionales que implica la extrema duración del proceso. La idea de que el Estado tiene un tiempo limitado para administrar justicia penal en un caso y que se ese tiempo, que no debe ser mucho, se excede, entonces caduca la posibilidad de seguir sometiendo a proceso a un individuo no ha logrado la difusión que merece. Nuevamente el debilitamiento y la desnutrición del rol procesal del imputado ha funcionado como variable de ajuste del sistema.
Una debilidad parecida se ha manifestado en relación con el grave problema de las valoraciones probatorias. La necesidad de hacer equilibrio entre eficiencias y garantías, ha posibilitado, no sólo en nuestra región, una reducción del impacto nulificante de la violación de garantías en la recolección estatal de la prueba. Esta negociación de bases éticas discutibles es lo único que explica que las reglas de exclusión probatoria puedar relativizarse en casos en los cuales el conflicto se puede sortear con el conocido procedimiento de supresión hipotética. En un sistema republicano que se tome el Estado de Derecho en serio, la actuación ilegítima del Estado en la recolección de la prueba, debe implica que ya no hay más caso penal posible de llevar adelante con legitimidad institucional. De otro modo es como decirle al imputado, mire sólo venga con su queja cuando la violación de garantías sobre su cuerpo se haya constituido en el único camino posible que tenía el Estado para acceder a la información procesal, de otro modo, es decir, si el Estado tenía un plan B para el ingreso de la prueba…¡siga participando¡.
Por otro lado, es indudable que quien haya seguido con atención los últimos 20 años de reformas procesales, se sentirá defraudado al evaluar por un lado la trascendencia del juicio oral como eje teórico esencial de las propuestas de reforma y la realidad cada vez más decorativa del jucio oral frente a las potenciadas posibilidades de salidas intermedias, alguna de las cuales tendrían enormes dificultades para pasar los estándar mínimos constitucionales del poder penal.
Dejo para otra ocasión, en primer lugar debido a que todo este cuadro es explicativo por sí mismo, el relevamiento de que ha pasado con las garantías constitucionales en los escenarios en los cuales el sistema de enjuiciamiento brindaba los lugares institucionales y escenográficos para las persecusiones penales que podríamos denominar “políticamente correctas”: en particular ello es muy visible en el juzgamiento de casos de corrupción siempre y cuando se trate de hechos de gestiones políticas ya vencidas. Pareciera que por alguna razón, a la hora de diagnosticar, que ha pasado en América Latina con los procesos de transformación, estos espacios político-criminales sólo son evaluados en la necesaria búsqueda de eficiencia. De a poco estamos asistiendo a escenarios en los cuales solo está bien visto hablar de las garantías de los vulnerables y de los no-enemigos. El desarrollo paulatino, parafraseando a Jakobs, de un derecho procesal penal del enemigo, olvida que el derrame económico a las clases subalternas de las ventajas de los renovados modelos de redistribución es mucho más utópico que el derrame a los mismos segmentos sociales de las propuestas neo-punitivistas pensadas originalmente (por lo menos en el discurso) para los que en algún momento han sido poderosos.
Toda esta simple y gruesa descripción que, palabras más, palabras menos, se corresponde con la realidad de la mayor parte de los países de América Latina, pone en evidencia que si pasáramos a estos procesos de reforma por el tamiz evaluador de las concepciones críticas de la criminología latinoamericana que se expresaron en las décadas de los años 70, por lo menos mayormente, las conclusiones serían desilusionantes. En definitiva, hay muchas posibilidades que, desde distintos lugares solo hayamos contribuido a una descomunal expansión del sistema penal, no solo legitimándolo con una pátina de estética republicana, sino generando una renovada confianza de la comunidad en el sistema del derecho penal. ¿En que momento el pensamiento progresista se ha convencido de que era necesario potenciar y nutrir al sistema penal de los países de América Latina?.
d. Una explicación posible: la difícil relación entre sistema normativo procesal y búsqueda de la eficiencia político criminal.
Es posible que parte de la responsabilidad de este Estado de cosas deba ser buscado en el debilitamiento del discurso garantista, en primer lugar, y la directa desnutrición de la técnica legislativa que siempre debió tener como principal objetivo al desarrollo sistemático y normativo de las garantías constitucionales que deben ser reguladas, con exclusividad temática, en el sistema de enjuiciamiento.
En primer lugar, la concesión discursiva no puede ser soslayada. Es comprensible las dificultades que tiene el pensamiento garantista para generar consenso social primero y político después. En las etapas previas de sensibilidad comunicacional todo debe ser explicado en clave de eficiencia político-criminal, eficacia en la detección, investigación, persecución y castigo de los delitos. En los primeros momentos de los caminos de transformación se presenta el desafío de invertir el sentido de los soportes ideológicos de los instrumentos técnicos impulsados.
El problema, sin embargo, sólo viene sugerido en esta etapa. En realidad el dilema político criminal surge cuando los procesos de transformación institucional de los sistemas de justicia penal han pretendido utilizar en provecho propio las inercias de cambio que venían impulsadas por las crecientes demandas de seguridad ciudadana.
En algún momento se pretendió convencer a la comunidad de que la transformación del sistema de enjuiciamiento penal trae siempre aparejadas consecuencias altamente positivas para los desafíos vinculados a la lucha contra la inseguridad, en particular, urbana.
Ello implicó claramente una desconexión del fundamento político-criminal del ensayo normativo que experimentaban los anteproyectos de códigos de procedimientos penales del objetivo de reglamentación de garantías constitucionales.
La matriz de las propuestas de textos de nuevos códigos procesales casi sin excepción contienen infinidad de claúsuras que no pueden ser explicadas, ni de lejos, en la reglamentación de algún límite constitucional para la construcción escenográfica del castigo penal.
Ello no ha sido un camino muy feliz. Se trata de respetar la idea de que derecho penal y derecho procesal penal, no son otra cosa que expresión sistemática de las consecuencias que generan los obstáculos constitucionales para la adjudicación de una pena legítima. Así como el sistema de imputación propio de la teoría del delito puede explicarse en forma absoluta a través del objetivo metodológico de expresar sistemáticamente los obstáculos que surgen de las garantías constitucionales para la adjudicación de responsabilidad penal y de la pena misma (principio de legalidad, principio de culpabilidad, etc); del mismo modo el sistema de enjuiciamiento penal no es otra cosa que la organización espacio temporal de los límites constitucionales para la construcción escenográfica institucional que legítimamente puede albergar esa imputación (juicio previo, inocencia, defensa, etc, etc.).
Es realmente muy posible que si no se hubiera transitado esta relación entre sistema normativo procesal y eficiencia político criminal, los efectos negativos de los procesos de transformación judicial en materia penal se hubieran limitado o, incluso, anulado.
e. Una necesidad: volver al camino correcto. El sistema procesal como reglamentación de las garantías constitucionales.
No es sencillo en pocos minutos plantear algún camino no alternativo sino, en todo, caso parcialmente correctivo. Sin embargo, las primeras refkexiones deben estar dirigidas a los formatos e inspiración político criminal de los textos de anteproyecto de Código Procesal Penal.
A esta altura de mi intervención, sólo me queda decir que, ex post, hubiera sido preferible ver Anteproyectos de Códigos Procesales, más pequeños, menos reglamentaristas, mucho más enérgicos a la hora de establecer los límites de intervención estatal. Se me ocurre pensar en sistemas de enjuiciamiento cuyos diseños normativos hagan muy visibles las garantías que, en realidad y como hemos dicho, es lo único que deben reglamentar. Sistemas procesales que expongan valientemente aquellos límites que los compromisos discursivos han evitado que se manifiesten. Sistemas procesales que pongan en crisis esta tendencia de invitar a la víctima, en igualdad de condiciones, a protagonizar el sistema penal formando parte del interminable equipo de la acusación. Sistemas procesales que inviten al conflicto, permanentemente, a transitar por carriles más racionales., como por ejemplo, la mediación.
f. ¿En qué lugar institucional hay que buscar la eficiencia?: organización y estructura judidicial.
Todo esto que acabamos de afirmar, por supuesto, no implica de ningún modo que la política criminal no deba impulsar expresiones del concepto de eficiencia. Ello tiene un lugar perfecto, justo aquél que se ha transitado, en la mayor parte de los países de América, como muy poca convicción: la transformación de los modelos de organización judicial. Allí sí es legitimo preguntarse por la eficiencia, la necesidad de no duplicar las tareas, mejorar la calidad técnica y administrativa del trabajo, optimizar el papel de los recursos humanos, mejorar su capacitación intelectual, aumentar los niveles de sensibilidad para la conducción de los conflictos, desarrollar modelos tecnológicos y de infraestructura que hagan de la austeridad una demostración adicional de eficiencia y no de pauperización del sistema judicial, proponer modelo de organización flexibles, ágiles, con capacidad de desplazamiento. En esta dimensión ha mucho pensado, pero casi nada hecho. De este modo, contestando al querido y admirado Pepe Cafferata Nores, podremos salir en búsqueda de una eficiencia que no haya que pagarla en moneda de garantías.
Muchas gracias.
[1] Maximiliano Rusconi. Doctor en Derecho –UBA-.Profesor Adjunto de Derecho Penal y Procesal Penal de la Universidad de Buenos Aires. Profesor del Master en Derecho de la Universidad de Palermo.
[2] Texto escrito de la conferencia pronunciada en las VI Jornadas Patagónicas para la Reforma Procesal Penal. Neuquén, 14, 15 y 16 de Agosto de 2008.
a. El desarrollo de los modelos de reforma y de los discursos que los han legitimado.
La mayor parte de quienes han participado de la ciencia que se ocupa del proceso penal en las últimas décadas ya no pueden sorprenderse si es que se describen los procesos de reforma procesal que se han verificado en la mayor parte de los países de América Latina subrayando los siguientes extremos:
-Se trata de procesos que se han auto-postulado como herramientas eficientes para el abandono de los modelos y la cultura inquisitiva.
-Han sido propuestas que siempre han incorporado al juicio oral y el abandono del acta escrita como uno de los datos en mayor medida salientes de la innovación legislativa.
-Sin duda han oscilado entre los reclamos político-criminales de mayor eficiencia y de un respeto más cuidadoso al sistema de garantías constitucionales.
Por supuesto que esta descripción de los procesos de reforma realizada aquí con un pincel muy grueso debe completarse con la mención de otros institutos ya muy conocidos y, claro, también muy debatidos en lo que respecta a sus contornos finales: investigación a cargo del ministerio público, principio de oportunidad, suspensión del procedimiento a prueba, cesura del juicio, judicialización de la ejecución, etc, etc.
La mayor parte de los países de América Latina han circulado con bastante éxito político un camino de transformación normativa de su sistema de justicia que ha incorporado una buena cantidad de los institutos que mencionamos recién, incluso acompañando al proyecto central de un nuevo código procesal penal con leyes mayormente dirigidas a ciertas partes del universo orgánico: Leyes del Ministerio Público Fiscal y de la Defensoría Pública u Oficial, Leyes de Organización Judicial, etc, etc.
Todo este proceso ha estado debidamente acompañado con la idea de que se trataba ni más ni menos que elegir en el marco del dilema que sugiere la contraposición “sistema inquisitivo vs. sistema acusatorio”.
Posiblemente la instalación institucional de ese dilema que iluminaba el proceso de transformación ha tenido una buena dosis de responsabilidad en el éxito del camino político de los planes de reforma y su recepción legislativa.
Al modelo llamado inquisitivo se le atribuyó, posiblemente con razón, la responsabilidad de todos los males del sistema de justicia penal, aunque ello también implicó (seguramente con menor acierto) que la contraposición con el modelo acusatorio dejaba las cosas cercanas a pensar que con ese cambio aparecería todo lo bueno de un sistema penal verdaderamente virtuoso.
Sin embargo, muchos de estos extremos, como veremos, no han estado muy claros y ello ha contribuido a la generación de ciertas confusiones y de algunos efectos que no pueden ser calificados como positivos. En primer lugar, la calificación de un sistema de enjuiciamiento como inquisitivo es cualquier cosa menos precisa. En segundo lugar, y ya entrando en el terreno de las evaluaciones político-criminales o ideológicas, en verdad, sería muy arriesgado afirmar que todo aquello que caracterizó históricamente a los modelos inquisitivos ha sido realmente desechable, si es que uno está dispuesto a desprenderse de las caricaturas a la hora de hacer ciencia procesal. Solamente a título ejemplificativo: si algo ha caracterizado al modelo de enjuiciamiento propio de la inquisición es la puesta en primer plano de la búsqueda de la verdad material, a diferencia de lo que sucedía con el sistema acusatorio puro. Ahora bien, ¿estamos dispuestos a abandonar todo compromiso con la búsqueda de la verdad?.
b. Los efectos positivos de los procesos de reforma en América Latina.
La situación de los sistemas de justicia penal en América Latina hacia fines de la década de los años 80 era realmente insostenible. Intervenciones policiales que generalmente utilizaban los apremios y las torturas como herramienta cotidiana, niveles de capacitación de los funcionarios judiciales realmente preocupantes, porcentajes inadmisibles de presos sin condena, sistemas penitenciarios absolutamente colapsados y en el marco de los cuales no se garantizaba ni siquiera la mínima integridad física y moral de los internos, presos que nadie sabía por qué razón y en el marco de qué causa estaban detenidos, una ausencia absoluta de control estadísticos del funcionamiento del sistema, servicios oficiales de defensa o bien inexistentes o, en todo caso, absolutamente raquíticos, vigencia ocasional de la pena de muerte, ministerios públicos fiscales o bien inexistentes, o con una deprimente desorientación institucional o, por último, con absoluta incapacidad para investigar no ya delitos complejos, sino directamente, ningún delito, procesos penales fuertemente condicionados por una actividad policial sospechada de corrupción y enormemente autoritaria, logísticas procesales propias de guiones de ciencia ficción como aquella que podía vincular un sistema escrito con juicio por jurados, niveles de infraestructura que hacían inimaginable y casi heróica cualquier actividad rutinaria, jueces que delegaban sus funciones jurisdiccionales y se ocupaban con obsesión detallista de las funciones administrativas y burocráticas, ausencia total de organización de los servicios administrativos, inexistencia de algún modelo de organización judicial, lo que por ejemplo posibilitaba que hubiera un juzgado increíblemente colapsado por la carga de trabajo, ubicado a tres metros de otro que hacía años que le había tocado en suerte tener buena parte del tiempo ocioso., sistemas de gobierno judicial enormemente autoritarios y que dejaban poco espacio para la independencia judicial, absoluto irrespeto para el imputado y su defensa de su papel de sujetos procesales protagónicos, etc, etc.
Por todo ello, el camino de transformación no sólo era visto como un intento de mejorar al sistema de administración de justicia penal, sino que era considerado como una instancia de indudable necesidad institucional para la recomposición de los dolorosamente restaurados sistemas republicanos.
La conciencia lograda, en gran parte por estos impulsos reformistas, sobre el grado de la crisis de la justicia penal, posibilitó la construcción de las bases de un consenso en el que no solo participaron las instituciones estatales, sino la sociedad civil organizada, la academia e incluso las representaciones profesionales.
Ultimamente, Julio Maier, define de modo muy claro los actuales objetivos de los impulsos reformismtas:
“a) adecuar la legislación procesal penal al texto actual de la Constitución nacional y a la ley penal;
b) lograr cierta eficiencia en la persecución penal de los hechos punibles, sin descuidar las garantías individuales de sus habitantes frente a esa persecución, conforme a las leyes fundamentales;
c) simplificar y agilizar los procedimientos y disminuir el tiempo de su duración para arribar a una decisión final; y
d) corregir la organización judicial y la de todos los oficios que deben intervenir en el procedimiento penal, para lograr los dos objetivos anteriores y un mejor aprovechamiento de recursos humanos y materiales.”
Sin duda, el escenario se ha modificado en la actualidad, en toda la región, desde México hasta nuestro país, aunque con diversas intensidades, pero con algunas aristas muy visibles.
En primer lugar se ha logrado cierto aumento del prestigio institucional y social del sistema de justicia, hoy día los jueces de la mayor parte de los países de América se sienten en un lugar distinto a la sombría retaguardia que le adjudicaban las décadas pasadas. Han cambiado sus escenarios de presentación institucional, ha cambiado gradualmente el porcentaje del poder que detentan. Algo parecido ha sucedido, incluso de modo mucho más visible, con la evolución del Ministerio Público, otrora un órgano del cual se podía prescindir sin que la mesa judicial se caiga.
En gran medida ha mejorado la relación e imagen del sistema de justicia penal frente a la comunidad y ello genera cierta confianza en los resultados que se puedan esperar de su intervención. Hay cierta expectativa y optimismo en el sistema penal. Como veremos, el riesgo reside en haber contribuido a la convicción de que el derecho penal implica un proceso de desarrollo de los conflictos sociales que otorga ventajas, una nueva versión de cierto optimismo en el derecho penal, una nueva generación del llamado neopunitivismo.
c. Una mirada alternativa: la pérdida de vigencia normativa e institucional de las garantías como eje político criminal.
Sin embargo, aquí no quisiera ocuparme de los efectos positivos de la reforma en nuestra región, extremo que antes, durante y después de los cambios ha estado siempre muy presente en las diferentes agendas académicas, sino, en cambio, buscaré describir cierta insatisfacción que surge ni bien uno abandona las típicas miradas panorámicas que siempre se encandilan por las grandes estructuras y comienza a detenerse en los detalles normativos y de impacto social de los cambios.
Si lo que expondré enseguida tiene chances de transformarse en parte o la totalidad de las futuras agendas institucionales de cambio ello dependerá de cuánto nos hemos atado a nuestros propios slogans de cambio y que capacidad demostramos para poder corregir nuestras propias marchas y contramarchas en procura de un sistema de justicia penal que recupere ciertos ideales propios del Estado de Derecho.
La imagen que los renovados sistemas de justicia generan en América latina posee algunas aristas que deber generar, todavía, una nítida preocupación.
En primer lugar, a pesar de las buenas intenciones demostradas por los modelos normativos de trasformación de los sistemas procesales, no parece que los cambios hayan operado drásticamente sobre los porcentajes de presos sin condena. Los porcentajes de presos sin condena en la mayor parte de los países de la región expresan una realidad que no es posible mirar de modo descomprometido. Según la información disponible a partir de las investigaciones del CEJA, en Bolivia ese porcentaje llega al 77 %, en Nicaragua al 68%, en Ecuador al 70 %, y en Guatemala la situación no es mejor y en nuestro país se supera, cómodamente, el 50 % en el sistema federal. Aquí se trata, particularmente, de una clara ausencia de una decisión normativa: aquella que, en el caso de admitir la constitucionalidad del encarcelamiento preventivo, coloca una frontera insuperable una vez que el Estado ha hecho uso de esa facultad por más de tres meses?, seis meses? En casos complejos? o cuando el Estado no repeta las condiciones en el marco de las cuales debe cumplirse la prisión preventiva. NO se trata sólo de buscar un interlocutor estatal a quien sancionar con gestos grandilocuentes, sino que se trata de liberar en forma inmediata al ciudadano frente al cual se ha incumplido la garantía.
Pero, junto con este vértice que no puede ser desdeñado, es indudable que existen otros datos que deben generar alguna preocupación. En este sentido, es difícil negar que, a raíz de los procesos de transformación, ha habido una clara expansión del sistema penal que podríamos denominar como orgánica. Para quien pensaba en las ventajas de un derecho penal de mínima intervención, que se exprese como una herramienta subsidiaria del control social, seguramente no es una buena noticia aquella que confirma que, desde comienzos de la década de los años 90, ha habido un aumento geométrico de la cantidad de fiscales y jueces. Es llamativo, por ejemplo, lo sucedido en Chile, en donde (y más allá de las razones seguramente presentadas como buenas para ello) los caminos de reforma, directamente, han hecho nacer a una institución como el Ministerio Público Fiscal que, tal cual como nos hemos acostumbrado a conocerla, no existía en el vecino país. La multiplicación de la fuerza de persecución penal, por ejemplo, en la Provincia de Buenos Aires es, también un dato que debe llamar la atención. Al indudable protagonismo que en esa Provincia ha tenido la instancia policial, se le ha sumado ahora, y desde hace ya varios años, un poder fiscal de persecución enormemente trascendente.
Lo mismo ha sucedido en la instancia policial. Los procesos de reforma se han mostrado con una indominable incapacidad para replantear a una institución que históricamente ha presentado serios riesgos de actuación ilegítima, pero, sin embargo, han contribuido en forma inmediata a la instalación de la necesidad, formulada sobre todo teóricamente, del nacimiento de la llamada policía judicial. Por supuesto, el problema no reside en la necesidad de que, efectivamente, haya una policía en función judicial o jurisdiccional, sino en que la propuesta surja cuando todavía no hay visos de un modelo realmente superador de los graves problemas de la instancia policial en su rol tradicional de prevención. Un neófito espectador diría, con tono vulgar, “no pudieron con una, ¿como les irá con dos?.
Por otro lado, el tremendo desarrollo que ha tenido el Ministerio Público Fiscal, no ha significado paralelamente una detracción del ilegítimo espacio ocupado por la instancia policial.
La sobreactuación del rol de la víctima y del querellante, en el ámbito de los renovados sistemas de enjuiciamiento, ha provocado, por otro lado, una pérdida del necesario equilibrio entre la tesis de la defensa y la tesis de la acusación. La identificación entre “sistema acusatorio” y protagonismo renovado de la víctima y del querellante, ha terminado por enfrentarnos a caminos procesales transitados por familiares de la víctima (que en casos muy complejos pueden realmente muchos –piénsese en el llamado caso “Cromagnon”, por ejemplo-, organismos no gubernamentales que se ocupan de representar intereses colectivos, diversos organismo estatales que, en ocasiones expresan el interés sectorial del caso (Por ejemplo en nuestro país, Banco Central de la República Argentina, Oficina Anticorrupción, Administración Federal de Ingresos Públicos, etc, etc), el propio Fiscal del Caso, el Fiscal de Investigaciones Administrativas, y eventualmente, Fiscales que representan a ciertas unidades específicas de investigación.
Las chances que esta multiplicación de representantes públicos y privados de la tesis de la acusación pueda convivir con las exigencias constitucionales del debido proceso y el necesario correlato que se expresa en la idea de la igualdad de armas, son realmente mínimas o, mejor dicho, ninguna.
Hasta incluso, hoy se pretende ofrecer cierto paralelismo o bilateralidad del desarrollo de las garantías constitucionales que, de este modo, siempre tendrán algo que decir no sólo a favor del autor del hecho, del sujeto imputado, sino también para la víctima: una directa defraudación del sentido ideológico último de las garantías constitucionales que, claro, siempre deben ser axiomas dirigidos a oponerse a las facultades estatales y nunca puntos de partida de los cuales puedan deducirse afirmaciones que legitimen la intervención estatal.
Por otro lado, es bastante claro que los procesos de transformación de la justicia penal no han tenido la suficiente energía ni normativa ni práctica como para combatir con éxito la enorme distorsión de las garantías constitucionales que implica la extrema duración del proceso. La idea de que el Estado tiene un tiempo limitado para administrar justicia penal en un caso y que se ese tiempo, que no debe ser mucho, se excede, entonces caduca la posibilidad de seguir sometiendo a proceso a un individuo no ha logrado la difusión que merece. Nuevamente el debilitamiento y la desnutrición del rol procesal del imputado ha funcionado como variable de ajuste del sistema.
Una debilidad parecida se ha manifestado en relación con el grave problema de las valoraciones probatorias. La necesidad de hacer equilibrio entre eficiencias y garantías, ha posibilitado, no sólo en nuestra región, una reducción del impacto nulificante de la violación de garantías en la recolección estatal de la prueba. Esta negociación de bases éticas discutibles es lo único que explica que las reglas de exclusión probatoria puedar relativizarse en casos en los cuales el conflicto se puede sortear con el conocido procedimiento de supresión hipotética. En un sistema republicano que se tome el Estado de Derecho en serio, la actuación ilegítima del Estado en la recolección de la prueba, debe implica que ya no hay más caso penal posible de llevar adelante con legitimidad institucional. De otro modo es como decirle al imputado, mire sólo venga con su queja cuando la violación de garantías sobre su cuerpo se haya constituido en el único camino posible que tenía el Estado para acceder a la información procesal, de otro modo, es decir, si el Estado tenía un plan B para el ingreso de la prueba…¡siga participando¡.
Por otro lado, es indudable que quien haya seguido con atención los últimos 20 años de reformas procesales, se sentirá defraudado al evaluar por un lado la trascendencia del juicio oral como eje teórico esencial de las propuestas de reforma y la realidad cada vez más decorativa del jucio oral frente a las potenciadas posibilidades de salidas intermedias, alguna de las cuales tendrían enormes dificultades para pasar los estándar mínimos constitucionales del poder penal.
Dejo para otra ocasión, en primer lugar debido a que todo este cuadro es explicativo por sí mismo, el relevamiento de que ha pasado con las garantías constitucionales en los escenarios en los cuales el sistema de enjuiciamiento brindaba los lugares institucionales y escenográficos para las persecusiones penales que podríamos denominar “políticamente correctas”: en particular ello es muy visible en el juzgamiento de casos de corrupción siempre y cuando se trate de hechos de gestiones políticas ya vencidas. Pareciera que por alguna razón, a la hora de diagnosticar, que ha pasado en América Latina con los procesos de transformación, estos espacios político-criminales sólo son evaluados en la necesaria búsqueda de eficiencia. De a poco estamos asistiendo a escenarios en los cuales solo está bien visto hablar de las garantías de los vulnerables y de los no-enemigos. El desarrollo paulatino, parafraseando a Jakobs, de un derecho procesal penal del enemigo, olvida que el derrame económico a las clases subalternas de las ventajas de los renovados modelos de redistribución es mucho más utópico que el derrame a los mismos segmentos sociales de las propuestas neo-punitivistas pensadas originalmente (por lo menos en el discurso) para los que en algún momento han sido poderosos.
Toda esta simple y gruesa descripción que, palabras más, palabras menos, se corresponde con la realidad de la mayor parte de los países de América Latina, pone en evidencia que si pasáramos a estos procesos de reforma por el tamiz evaluador de las concepciones críticas de la criminología latinoamericana que se expresaron en las décadas de los años 70, por lo menos mayormente, las conclusiones serían desilusionantes. En definitiva, hay muchas posibilidades que, desde distintos lugares solo hayamos contribuido a una descomunal expansión del sistema penal, no solo legitimándolo con una pátina de estética republicana, sino generando una renovada confianza de la comunidad en el sistema del derecho penal. ¿En que momento el pensamiento progresista se ha convencido de que era necesario potenciar y nutrir al sistema penal de los países de América Latina?.
d. Una explicación posible: la difícil relación entre sistema normativo procesal y búsqueda de la eficiencia político criminal.
Es posible que parte de la responsabilidad de este Estado de cosas deba ser buscado en el debilitamiento del discurso garantista, en primer lugar, y la directa desnutrición de la técnica legislativa que siempre debió tener como principal objetivo al desarrollo sistemático y normativo de las garantías constitucionales que deben ser reguladas, con exclusividad temática, en el sistema de enjuiciamiento.
En primer lugar, la concesión discursiva no puede ser soslayada. Es comprensible las dificultades que tiene el pensamiento garantista para generar consenso social primero y político después. En las etapas previas de sensibilidad comunicacional todo debe ser explicado en clave de eficiencia político-criminal, eficacia en la detección, investigación, persecución y castigo de los delitos. En los primeros momentos de los caminos de transformación se presenta el desafío de invertir el sentido de los soportes ideológicos de los instrumentos técnicos impulsados.
El problema, sin embargo, sólo viene sugerido en esta etapa. En realidad el dilema político criminal surge cuando los procesos de transformación institucional de los sistemas de justicia penal han pretendido utilizar en provecho propio las inercias de cambio que venían impulsadas por las crecientes demandas de seguridad ciudadana.
En algún momento se pretendió convencer a la comunidad de que la transformación del sistema de enjuiciamiento penal trae siempre aparejadas consecuencias altamente positivas para los desafíos vinculados a la lucha contra la inseguridad, en particular, urbana.
Ello implicó claramente una desconexión del fundamento político-criminal del ensayo normativo que experimentaban los anteproyectos de códigos de procedimientos penales del objetivo de reglamentación de garantías constitucionales.
La matriz de las propuestas de textos de nuevos códigos procesales casi sin excepción contienen infinidad de claúsuras que no pueden ser explicadas, ni de lejos, en la reglamentación de algún límite constitucional para la construcción escenográfica del castigo penal.
Ello no ha sido un camino muy feliz. Se trata de respetar la idea de que derecho penal y derecho procesal penal, no son otra cosa que expresión sistemática de las consecuencias que generan los obstáculos constitucionales para la adjudicación de una pena legítima. Así como el sistema de imputación propio de la teoría del delito puede explicarse en forma absoluta a través del objetivo metodológico de expresar sistemáticamente los obstáculos que surgen de las garantías constitucionales para la adjudicación de responsabilidad penal y de la pena misma (principio de legalidad, principio de culpabilidad, etc); del mismo modo el sistema de enjuiciamiento penal no es otra cosa que la organización espacio temporal de los límites constitucionales para la construcción escenográfica institucional que legítimamente puede albergar esa imputación (juicio previo, inocencia, defensa, etc, etc.).
Es realmente muy posible que si no se hubiera transitado esta relación entre sistema normativo procesal y eficiencia político criminal, los efectos negativos de los procesos de transformación judicial en materia penal se hubieran limitado o, incluso, anulado.
e. Una necesidad: volver al camino correcto. El sistema procesal como reglamentación de las garantías constitucionales.
No es sencillo en pocos minutos plantear algún camino no alternativo sino, en todo, caso parcialmente correctivo. Sin embargo, las primeras refkexiones deben estar dirigidas a los formatos e inspiración político criminal de los textos de anteproyecto de Código Procesal Penal.
A esta altura de mi intervención, sólo me queda decir que, ex post, hubiera sido preferible ver Anteproyectos de Códigos Procesales, más pequeños, menos reglamentaristas, mucho más enérgicos a la hora de establecer los límites de intervención estatal. Se me ocurre pensar en sistemas de enjuiciamiento cuyos diseños normativos hagan muy visibles las garantías que, en realidad y como hemos dicho, es lo único que deben reglamentar. Sistemas procesales que expongan valientemente aquellos límites que los compromisos discursivos han evitado que se manifiesten. Sistemas procesales que pongan en crisis esta tendencia de invitar a la víctima, en igualdad de condiciones, a protagonizar el sistema penal formando parte del interminable equipo de la acusación. Sistemas procesales que inviten al conflicto, permanentemente, a transitar por carriles más racionales., como por ejemplo, la mediación.
f. ¿En qué lugar institucional hay que buscar la eficiencia?: organización y estructura judidicial.
Todo esto que acabamos de afirmar, por supuesto, no implica de ningún modo que la política criminal no deba impulsar expresiones del concepto de eficiencia. Ello tiene un lugar perfecto, justo aquél que se ha transitado, en la mayor parte de los países de América, como muy poca convicción: la transformación de los modelos de organización judicial. Allí sí es legitimo preguntarse por la eficiencia, la necesidad de no duplicar las tareas, mejorar la calidad técnica y administrativa del trabajo, optimizar el papel de los recursos humanos, mejorar su capacitación intelectual, aumentar los niveles de sensibilidad para la conducción de los conflictos, desarrollar modelos tecnológicos y de infraestructura que hagan de la austeridad una demostración adicional de eficiencia y no de pauperización del sistema judicial, proponer modelo de organización flexibles, ágiles, con capacidad de desplazamiento. En esta dimensión ha mucho pensado, pero casi nada hecho. De este modo, contestando al querido y admirado Pepe Cafferata Nores, podremos salir en búsqueda de una eficiencia que no haya que pagarla en moneda de garantías.
Muchas gracias.
[1] Maximiliano Rusconi. Doctor en Derecho –UBA-.Profesor Adjunto de Derecho Penal y Procesal Penal de la Universidad de Buenos Aires. Profesor del Master en Derecho de la Universidad de Palermo.
[2] Texto escrito de la conferencia pronunciada en las VI Jornadas Patagónicas para la Reforma Procesal Penal. Neuquén, 14, 15 y 16 de Agosto de 2008.
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