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jueves, 16 de octubre de 2008

ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL ESTADO ACTUAL DE LA DOGMÁTICA JURÍDICO PENAL

Si en general, cada cierto segmento temporal, todas las ciencias sienten la necesidad de realizar alguna auditoría o evaluación del estado global por el que atraviesa determinado sector del conocimiento, en particular esa necesidad es en el derecho penal más reiterada y, posiblemente, en cierto sentido, cíclica.
Las razones por las cuales este tipo de actitud se ve acentuada en la ciencia del derecho penal parecen surgir de la connatural sensación de que nada se encuentra totalmente legitimado en el derecho penal. Esta sensación de cierta inestabilidad ética, de cierto cosquilleo axiológico, motiva a los juristas, por lo menos en los centros científicos donde ello se toma en serio, a volver a plantear, a rediseñar, un conjunto de caminos argumentales, en los cuales sigue habiendo cierta seducción hacia el logro de la pureza propia del deductivismo, de ciertos modelos de lógica deóntica.
A nadie se le ocurriría plantear, claro, una vuelta al positivismo jurídico, por lo menos tal y como fue desarrollada esa etapa en el pensamiento jurídico, pero, asimismo, nadie disfruta, en el escenario de las ciencias penales, del actual tembladeral, del excesivo casuismo, de la permanente sensación de que el ámbito de lo regulado por el derecho penal puede ensancharse o encogerse varios metros con sólo realizar un gambito de modelos de imputación, con sólo modificar, aquí y allá, ciertos puntos de partida del sistema hermenéutico.
Pero, claro, la autocrítica de la dogmática jurídico penal, debe ser más bien moderada. Nadie en su sano juicio, por lo menos en la actualidad, atribuiría estos permanentes movimientos telúricos, en la ciencia penal, sólo a la inacabable capacidad de los dogmáticos para cuestionar, una y otra vez, esta o aquella solución.
Hoy, como nunca, la agenda científica de los juristas, viene influída por los irascibles tironeos que ejercen las necesidades político criminales (reales o no, pero siempre formuladas con energía).

II.

Pero, seguramente, a esa inquietud de la dogmática jurídico-penal motivada por las enormes presiones externas, hay que sumar una reconocible tendencia a la revisión de los paradigmas fundamentales sobre los que se ha estructurado el edificio de imputación de la teoría del hecho punible. En ocasiones, es preciso reconocer que se trata de una genuina reflexión automotivada en el renovado intento de la ciencia jurídico penal de lograr un modelo de teoría del hecho punible que responda a algunas condiciones de legitimidad técnica y social.
En este sentido, y sólo para dibujar un ejemplo con una sola y gruesa pincelada, es expreso y nítido, en algunos autores, el intento de que los paradigmas sobre los que se sustenta el sistema de imputación muestren cierto paralelismo con los paradigmas que ostentan el modelo de relaciones intersubjetivas y sociales en la vida común.
De modo posiblemente arbitrario he elegido algún párrafo del Profesor emérito de la Universidad de Bonn, Günther Jakobs en un relativamente reciente e importante trabajo sobre la teoría de la intervención delictiva que, sin dudas, ilumina adecuadamente aquello que deseo mostrar. Allí Jakobs afirma, para introducir la problemática de los límites (o la ausencia de ellos) que separan el concepto de participación del concepto de autoría: “¿a quien se le puede asignar como su obra la exitosa interpretación de una sonata para piano? Se puede nombrar: al compositor, al pianista, al fabricante del instrumento, al afinador, quizá también al técnico acústico que colaboró en la construcción de la sala de conciertos, y a otros; pero seguro que a quien no se nombraría nunca es a la compañía aérea con la que ha volado el pianista hasta el lugar del concierto, ni al conductor del taxi que lo llevó –como es habitual- hasta el auditorio, ni al constructor que edificó la sala, ni tampoco a ninguna de las innumerables personas del entramado que fue causal para el cuento, y de éstas, seguro que las que menos podrían ser nombradas son aquellas que ni tan siquiera aportaron algo mediante la división del trabajo, sino que tan sólo quedaron vinculadas a la obra por el libérrimo actuar de otros, como, por ejemplo, el inspector fiscal, huyendo del cual acabó el pianista en el país donde ahora interpreta la sonata”.[1]
El recurso metodológico que hemos descripto con la ayuda del interesante y seleccionado casi al azar, párrafo del Profesor de Bonn, tiene la virtualidad de comenzar cualquier debate, siempre, con un triunfo parcial conseguido antes de que aquél comience: es que el recurrir a estructuras no normativizadas, pero absolutamente convalidadas en la planificación vital de todos, siempre instala la sensación de que el sistema de imputación del derecho penal, en ningún caso, podría ir demasiado lejos del lugar en donde se encuentra la base de nuestros comportamientos más usuales y de los sistemas hermenéuticos que rigen nuestra vida cotidiana. Claro: ¿Quién puede con la realidad?. Un sistema de auto-legitimación metodológica que recuerda al recurso de las estructuras lógico-reales, a los puntos de partida ópticos, que propuso Hans Welzel en el nacimiento mismo del finalismo.
Por supuesto que nada de esto es objetable sin más ni más (aunque sorprende esta capacidad de seducción que tienen las estructuras de la realidad para ser convocadas en modelos altamente normativizados). La realidad siempre es un buen banco de pruebas para someter a ciertos controles a las reglas que administra la dogmática jurídico-penal: lo que suena irracional llevado a la vida cotidiana tiene muchas posibilidades de serlo en cualquier escenario de aplicación y, es seguro, que no es una condición de legitimidad de las estructuras del derecho penal que se vaya a contramano del sentido común (sino todo lo contrario).
Sin embargo, según puedo verlo, el problema es otro y aquí, en esta instancia, sólo puede ser adelantado: se corre el riesgo de que encandilados por la seducción que ejerce siempre la navegación por las aguas más usuales, más cotidianas, se tienda un puente entre necesidades de imputación y estructuras de la vida común, y que ese puente sirva para observar desde arriba como se desliza el trabajo sobre los límites constitucionales del poder penal que, lamentablemente, lo hará por aguas más turbulentas y menos conocidas.

III.

En cambio, la actual etapa por la que atraviesa la ciencia jurídico penal también puede caracterizarse por un desacostumbramiento a que el trabajo dogmático se concentre en el desarrollo de las conclusiones que pueden ser extraídas de ciertos límites axiológicos o, incluso, constitucionales que deben informar al sistema del hecho punible y a la propia definición legislativa y hermenéutica del ilícito.
En este sentido, por ejemplo, casi no son visibles aportes modernos, en el ámbito de la dogmática jurídico penal, que construyan caminos de objeción de ciertas estructuras de imputación sobre la base del traslado al sistema del hecho punible de las consecuencias, por ejemplo, de alguna garantía o principio constitucional, como el de legalidad o culpabilidad, el in dubio pro reo, o el de proporcionalidad.
Sin embargo, corresponde a una siempre actualizada preocupación por el establecimiento de límites sólidos a la intervención jurídico-penal del Estado el interrogante acerca de qué se debe esperar, en este sentido, del aporte que puede realizar la teoría del delito respetuosa del Estado de Derecho.
Cualquier evaluación que se quiera realizar sobre el papel de la teoría del delito, desde esta perspectiva, deberá tener en cuenta que, en primer lugar, de lo que se trata en el sistema del hecho punibles de trasladar el plexo de exigencias constitucionales para la aplicación del poder penal del Estado a las instancias correspondientes de los procesos de subsunción que, a la manera de un camino hermenéutico de ida y de vuelta entre el hecho y la norma administra el sistema del hecho punible.
Los textos constitucionales y los tratados internacionales dedicados, principalmente a la protección de los derechos humanos, como sabemos, se han ocupado con encomiable detalle de establecer las condiciones globales bajo las cuales se aseguran cierto y determinado estándar de legitimidad de la aplicación del poder estatal de sancionar penalmente.
Este conjunto de garantías (principio de legalidad, principio de inocencia, principio de defensa, principio de culpabilidad, etc) pretenden asegurar tanto la escena institucional necesaria como para pronunciar la culpabilidad en un contexto de demostración confiable, como el camino lógico-jurídico que se debe transcurrir para poder afimar la responsabilidad del ciudadano por la antinormatividad atribuida. Es por ello que, en el nivel constitucional, internacional o regional de protección de los derechos humanos, es muy factible detectar los puntos de partida fundamentales que permiten determinar la orientación institucional inclaudicable tanto en el sistema de enjuiciamiento penal (sistema procesal), como del sistema del hecho punible (teoría del delito).
En este sentido es que tanto en el ámbito del derecho procesal penal, como en el ámbito del derecho penal, podemos hablar de derecho constituional o de las garantías constitucionales reglamentado. De este modo, las reglas del proceso penal y las reglas de la teoría del delito se deberían encontrar definitivamente orientadas a la manifestación de alguna o varias garantías fundamentales del sistema penal.
Ello genera con claridad un punto de vista, menos ususal que lo requerido, que ofrece un renvado control externo sobre la legitimidad de las reglas mismas que informan tanto el proceso de decisión del derecho penal como la escena institucional en el marco de la cual esa decisión emana.
Del mismo modo, los procesos de subsuncion que son guiados por esas reglas también deben demostrar fidelidad hermenéutica con aquellos puntos de partida.
En ocasiones no se extraen de este punton de vista todas las consecencias que deben manifestarse. Incluso es posible advertir cierta falta de simetría de este fenómeno de expresión sistemática de las garantías constitucionales.
Mientras que es usual presentar los problemas propios de la aplicación de las reglas del sistema de enjuiciamiento como escenarios en los cuales se encuentra en juego, total o parcialmente, la vigencia práctica de una garantía constitucional, al contrario ello no es tan claro cuando se trata de evaluar la trascendencia normativa de un problema de la teoría del delito.
Es verdaderamente muy raro que una discusión propia del sistema del hecho punible sea presentada como un dilema que, en definitiva, debe estar informado por la vigencia operativa de alguna garantía constitucional como el principio de legalidad, el principio de culpabilidad o el in dubio pro reo, por ejemplo.
Ello puede encontrar una explicación alternativa. En primer lugar, es posible ver aquí una consecuencia aceptable del gran desarrollo que ha adquirido el sistema de imputación en cuanto a su nivel de precisión y de desarrollo lógico de sus respectivas cadenas argumentales. Esa creciente complejidad del edificio sistemático ha logrado, quizá, que rara vez un problema dogmático requiera recurrir a una herramienta tan contundente pero, a la vez, tan vista como posiblemente rudimentaria, como acudir a la directa invocación de una garantía constitucional.
Se trataría, para esta visión tranquilizadora, de un alejamiento de las garantias y principios constitucionales por propias y auténticas razones de madurez sistemática de la teoría del hecho punible.
El acudir, sin más ni más, a un límite constitucional en la solución de un caso del derecho penal, correspondería a una etapa evolutiva anterior al actual derroche de tecnicismos jurídicos que ostenta para la permanente seducción de los iniciados, el sistema del hecho punible.
Para este punto de vista, un sistema de atribución de responsabilidad orgulloso de sí mismo, debe lucir como una compleja concatenación de segmentos de la cadena argumental en donde el punto de partida constitucional, para un lector de buen gusto, no debe verse tan cerca.
Para quientema, como mínimo, que a esta explicación traquilizadora no se le debe dar todo el crédito que reclama, es posible ejercer una lectura del fenomeno lamentablemente alternativa: aquella que advierte que este alejamiento constitucional es el punto de partida que permite, aquí y allá, algunos debilitamiento de las fronteras del ambito de la punible.

IV.


En este sentido, y sólo como ejemplo, es posible detectar un recurso metodológico que si bien de nigún modo es novedoso, en las últimas dos décadas ha adquirido nuevos bríos: una configuración de ciertos elementos del ilícito a la medidas de las necesidades de configuración procesal. Ello se nota, por ejemplo, en la definición de un dolo que, cada vez con mayor intensidad, prescinde de la (verdadera) pregunta por lo interno. Casi como si los viejos traumas del dolo en el escenario de la prueba procesal hubieran sido ya definitivamente definidos a favor de ls necesidades del sistema de enjuiciamiento. En este sentido, la conmovedora definición de Jakobs en el sentido de que la pregunta por lo interno sólo está permitida luego de que ya hay algo objetivamente perturbador, debe ser ahora, en verdad matizada ya que, por lo menos para un porcentaje de los casos, para responder la pregunta por lo interno, en verdad, ya alcanza con lo objetivamente perturbador, casi como si lo perturbador es muy evidente, la pregunta por lo interno (hayamos o no asegurado el segundo turno para ello) es francamente superflua.
Como uno pueda imaginarlo, no ha sido un cambio repentino, sino una evolución en el pensamiento penal, que, sin embargo, sin prisa pero sin pausa, ha construído, de todos modos, la opinión dominante o, por lo menos, la más glamorosa. En una primera etapa, si uno se retrotae al nacimiento del finalismo, la división (más allá de su racionalidad sistemática) entre dolo del tipo y conciencia de la antijuricidad, en el nivel de la culpabilidad implicó para esta última que en el camino se desvanezca la exigencia de actualidad propia del dolo tradicional: a partir de allí alcanzó con un conocimiento de la antijuricidad sólo potencial.
En una segunda etapa, se trtató de reducir la importancia, hasta anularla, del elemento volitivo del dolo. El axioma podría rezar: para quien crea un riesgo jurídico-penalmente relevante destinado de modo claro a la lesión del bien jurídico (o de la norma) y lo sabe (posee el llamado elemento cognitivo del dolo) es intrascendente que se encuentre o no presente el elemento volitivo. Incluso, de modo por demás llamativo, se acude a un argumento con musicalidad de garantía constitucional aunque ahora traído a cuento para expandir (quitando un requisito) el concepto de dolo: cogitationis poenam nemo patitur.
Por supuesto, que ese primer paso evolutivo si no fue directamente aplaudido por el universo de necesidades probatorias del sistema de enjuiciamiento, sin dudas, ha sido visto con buenos ojos y miradas de aprobación.
Ahora el dolo era solo conocimiento.
Sin embargo, a poco que se comenzó a discutir sobre las fronteras del dolo en la fundamentación del ilícito, se advirtió que si el problema residía en la famosa “prueba del dolo”, ese camino tambièn estaba lleno e espinas, aún cuando se tratara (solo) de probar el mero conocimiento.Para decirlo en forma casi coloquial: ¡también el conocimiento forma parte de lo interno!. La dogmática jurídico penal moderna ha encontrado vable cierta normativización en la definición casuística de este característica del ilícito. Así como ya ha perdido un poco de sentido la verificación empírica de la causalidad y en parte ese proceso ha dejado lugar a una verdadera imputación, a una adjudicación normativa de la subsunción del hecho a lo descrito en la ley. Del mismo modo el dolo, ya como mero conocimiento ha dejado de verificarse (por lo menos en el planteo de lo interno, para esta tendencia) y ha comenzado a atribuirse a partir de deteminados escenarios de riesgo. El axioma podría rezar: frente ha determinado nivel de riesgo reconocible objetivamente la mera decision de actuar demuestra el dolo.
Hay que decir, incluso antes de formular algún comentario crítico sobre esta tendencia, que el problema no es novedoso, ni siquiera exclusivo de la dogmática jurídico penal. En alguna legislaciòn especial es comun observar algunas normas que le recuerdan al inérprete que el dolo puede ser deducido de determinadas circunstancias objetivas.
Se trata, de un modo u otro, de una posible invasión del tipo objetivo de confección normativa por sobre un tipo subjetivo que siempre ha tenido que defenderse de las demandas procesales. Pero claro: donde gobierna el invasor, deja de gobernar el invadido.
Existe de este modo, cierta sensación de que lo que ha pasado es similar a los intentos de incorporar, en la conciencia de la antijuricidad, la figura de la ignorantia crassa. Para evitar el efecto exculpante de errores sobre valoraciones normativas del propio núcleo ético-social. Aquella propuesta implicaba una clara violacion, a mi juicio, del principio de culpabilidad. A esta tendencia, entonces, no le puede ir mejor. No es seguro que la ciencia jurídico penal deba aceptar con civismo que, en ciertos contextos de riesgo, hay una presunción iuris et de iure de que el autor tiene dolo (como hemos dicho: un dolo ya fragmentado por la propia evolucion del derecho penal moderno).

Maximiliano Rusconi

[1] Jakobs, Günther, “La intervención delictiva”, Traducción de Javier Sánchez –Vera Gómez-Trelles, Cuadernos de Política Criminal, Nro. 85, Madrid, 2005, p. 71.

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